L a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 


Clásicos de la literartura

 

Novela de la gitanilla

Miguel de Cervantes Saavedra

 

Proyecto Salón Hogar


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-¡Por Dios -dijo el que leyó el soneto-, que tiene donaire el poeta que le escribió!

-No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien -dijo Preciosa.

(Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que ésas no son alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés, que las escucha. ¿Queréislo ver, niña? Pues volved los ojos y veréisle desmayado encima de la silla, con un trasudor de muerte; no penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés que no le hieran y sobresalten el menor de vuestros descuidos. Llegaos a él en hora buena, y decilde algunas palabras al oído, que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su desmayo. ¡No, sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza, y veréis cuál os le ponen!)

Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó, pero perdió la color de manera que, viéndole su padre, le dijo:

-¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha mudado el color?

-Espérense -dijo a esta sazón Preciosa-: déjenmele decir unas ciertas palabras al oído, y verán como no se desmaya.

Y, llegándose a él, le dijo, casi sin mover los labios:

-¡Gentil ánimo para gitano! ¿Cómo podréis, Andrés, sufrir el tormento de toca, pues no podéis llevar el de un papel?

Y, haciéndole media docena de cruces sobre el corazón, se apartó dél; y entonces Andrés respiró un poco, y dio a entender que las palabras de Preciosa le habían aprovechado.

Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa, y ella dijo a sus compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de Andrés le dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don Juan, que las quería saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena gana, y que entendiesen que, aunque parecían cosa de burla, tenían gracia especial para preservar el mal del corazón y los vaguidos de cabeza, y que las palabras eran:


 
      -«Cabecita, cabecita,    
  tente en ti, no te resbales,    
  y apareja dos puntales    
  de la paciencia bendita.    
 
  Solicita    
  la bonita    
  confiancita;    
  no te inclines    
  a pensamientos ruines;    
  verás cosas    
  que toquen en milagrosas,    
  Dios delante    
  y San Cristóbal gigante».    


 

»Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan sobre el corazón a la persona que tuviere vaguidos de cabeza -dijo Preciosa-, quedará como una manzana.

Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada; y más lo quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio. Quedáronse con el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés; que ya sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos y martelos, y sobresaltos celosos a los rendidos amantes.

Despidiéronse las gitanas, y, al irse, dijo Preciosa a don Juan:

-Mire, señor, cualquiera día desta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago; apresure el irse lo más presto que pudiere, que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.

-No es tan libre la del soldado, a mi parecer -respondió don Juan-, que no tenga más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.

-Más veréis de lo que pensáis -respondió Preciosa-, y Dios os lleve y traiga con bien, como vuestra buena presencia merece.

Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron contentísimas.

Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad, como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.

Llegóse, en fin, el día que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer lugar de su aparecimiento, sobre una mula de alquiler, sin criado alguno. Halló en él a Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. Él les dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas, dieron la vuelta, y de allí a poco rato llegaron a sus barracas.

Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto; que, como ya se ha dicho, ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista. Echaron luego ojo a la mula, y dijo uno dellos:

-Ésta se podrá vender el jueves en Toledo.

-Eso no -dijo Andrés-, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de todos los mozos de mulas que trajinan por España.

-Par Dios, señor Andrés -dijo uno de los gitanos-, que, aunque la mula tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la transformáramos de manera que no la conociera la madre que la parió ni el dueño que la ha criado.

-Con todo eso -respondió Andrés-, por esta vez se ha de seguir y tomar el parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte, y ha de ser enterrada donde aun los huesos no parezcan.

-¡Pecado grande! -dijo otro gitano-: ¿a una inocente se ha de quitar la vida? No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar a mí; y si de aquí a dos horas la conociere, que me lardeen como a un negro fugitivo.

-En ninguna manera consentiré -dijo Andrés- que la mula no muera, aunque más me aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la tierra. Y, si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro mulas.

-Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero -dijo otro gitano-, muera la sin culpa; y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado (cosa no usada entre mulas de alquiler), como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas, ni llagas de la espuela.

Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y, sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y, al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente.

A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas, viejas y mozas; que las unas con maravilla, otras con amor, le miraban; tal era la gallarda disposición de Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.

Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a Preciosa, y, puesto delante de Andrés, dijo:

-Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga, que en esto puedes hacer lo que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien, y mira si te agrada, o si vees en ella alguna cosa que te descontente; y si la vees, escoge entre las doncellas que aquí están la que más te contentare; que la que escogieres te daremos; pero has de saber que una vez escogida, no la has de dejar por otra, ni te has de empachar ni entremeter, ni con las casadas ni con las doncellas. Nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres vivimos de la amarga pestilencia de los celos. Entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningún adulterio; y, cuando le hay en la mujer propia, o alguna bellaquería en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo: nosotros somos los jueces y los verdugos de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las matamos, y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte. Con este temor y miedo ellas procuran ser castas, y nosotros, como ya he dicho, vivimos seguros. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte. Entre nosotros así hace divorcio la vejez como la muerte; el que quisiere puede dejar la mujer vieja, como él sea mozo, y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos. Los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas, hortaliza; las fuentes, agua; los ríos, peces, y los vedados, caza; sombra, las peñas; aire fresco, las quiebras; y casas, las cuevas. Para nosotros las inclemencias del cielo son oreos, refrigerio las nieves, baños la lluvia, músicas los truenos y hachas los relámpagos. Para nosotros son los duros terreros colchones de blandas plumas: el cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de arnés impenetrable que nos defiende; a nuestra ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes; a nuestro ánimo no le tuercen cordeles, ni le menoscaban garruchas, ni le ahogan tocas, ni le doman potros. Del sí al no no hacemos diferencia cuando nos conviene:  siempre nos preciamos más de mártires que de confesores. Para nosotros se crían las bestias de carga en los campos, y se cortan las faldriqueras en las ciudades. No hay águila, ni ninguna otra ave de rapiña, que más presto se abalance a la presa que se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos a las ocasiones que algún interés nos señalen; y, finalmente, tenemos muchas habilidades que felice fin nos prometen; porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día trabajamos y de noche hurtamos; o, por mejor decir, avisamos que nadie viva descuidado de mirar dónde pone su hacienda. No nos fatiga el temor de perder la honra, ni nos desvela la ambición de acrecentarla; ni sustentamos bandos, ni madrugamos a dar memoriales, ni acompañar magnates, ni a solicitar favores. Por dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos; por cuadros y países de Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que a cada paso a los ojos se nos muestran. Somos astrólogos rústicos, porque, como casi siempre dormimos al cielo descubierto, a todas horas sabemos las que son del día y las que son de la noche; vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo, y cómo ella sale con su compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y humedeciendo la tierra; y luego, tras ellas, el sol, dorando cumbres (como dijo el otro poeta) y rizando montes: ni tememos quedar helados por su ausencia cuando nos hiere a soslayo con sus rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos particularmente nos toca; un mismo rostro hacemos al sol que al yelo, a la esterilidad que a la abundancia. En conclusión, somos gente que vivimos por nuestra industria y pico, y sin entremeternos con el antiguo refrán: «Iglesia, o mar, o casa real»; tenemos lo que queremos, pues nos contentamos con lo que tenemos. Todo esto os he dicho, generoso mancebo, porque no ignoréis la vida a que habéis venido y el trato que habéis de profesar, el cual os he pintado aquí en borrón; que otras muchas e infinitas cosas iréis descubriendo en él con el tiempo, no menos dignas de consideración que las que habéis oído.

Calló, en diciendo esto el elocuente y viejo gitano, y el novicio dijo que se holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos, y que él pensaba hacer profesión en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos; y que sólo le pesaba no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida, y que desde aquel punto renunciaba la profesión de caballero y la vanagloria de su ilustre linaje, y lo ponía todo debajo del yugo, o, por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos vivían, pues con tan alta recompensa le satisfacían el deseo de servirlos, entregándole a la divina Preciosa, por quien él dejaría coronas e imperios, y sólo los desearía para servirla.

A lo cual respondió Preciosa:

-Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero, ni yo quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes: si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío; y donde no, aún no es muerta la mula, tus vestidos están enteros, y de tus dineros no te falta un ardite; la ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te puedes servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere. Si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en menos; porque, a mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran con la razón o con el desengaño; y no querría yo que fueses tú para conmigo como es el cazador, que, en alcanzado la liebre que sigue, la coge y la deja por correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista tan bien les parece el oropel como el oro, pero a poco rato bien conocen la diferencia que hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra, y tocada, cairás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que escojas o será justo que deseches; que la prenda que una vez comprada nadie se puede deshacer della, sino con la muerte, bien es que haya tiempo, y mucho, para miralla y remiralla, y ver en ella las faltas o las virtudes que tiene; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis parientes se han tomado de dejar las mujeres, o castigarlas, cuando se les antoja; y, como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto me deseche.

-Tienes razón, ¡oh Preciosa! -dijo a este punto Andrés-; y así, si quieres que asegure tus temores y menoscabe tus sospechas, jurándote que no saldré un punto de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra seguridad puedo darte, que a todo me hallarás dispuesto.

-Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad, pocas veces se cumplen con ella -dijo Preciosa-; y así son, según pienso, los del amante: que, por conseguir su deseo, prometerá las alas de Mercurio y los rayos de Júpiter, como me prometió a mí un cierto poeta, y juraba por la laguna Estigia. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas; sólo quiero remitirlo todo a la esperiencia deste noviciado, y a mí se me quedará el cargo de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.

-Sea ansí -respondió Andrés-. Sola una cosa pido a estos señores y compañeros míos, y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa por tiempo de un mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no preceden muchas liciones.

-Calla, hijo -dijo el gitano viejo-, que  aquí te industriaremos de manera que salgas un águila en el oficio; y cuando le sepas, has de gustar dél de modo que te comas las manos tras él. ¡Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y volver cargado a la noche al rancho!

-De azotes he visto yo volver a algunos désos vacíos -dijo Andrés.

-No se toman truchas, etcétera -replicó el viejo-: todas las cosas desta vida están sujetas a diversos peligros, y las acciones del ladrón al de las galeras, azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta, o se anega, han de dejar los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos, dejase de haber soldados! Cuanto más, que el que es azotado por justicia, entre nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trujese en los pechos, y de los buenos. El toque está [en] no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los primeros delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad ahora en el nido debajo de nuestras alas, que a su tiempo os sacaremos a volar, y en parte donde no volváis sin presa; y lo dicho dicho: que os habéis de lamer los dedos tras cada hurto.

-Pues, para recompensar -dijo Andrés- lo que yo podía hurtar en este tiempo que se me da de venia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos los del rancho.

Apenas hubo dicho esto, cuando arremetieron a él muchos gitanos; y, levantándole en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el «¡Víctor, víctor!», y el «¡grande Andrés!», añadiendo: «¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!» Las gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se hallaron presentes; que la envidia tan bien se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de pastores, como en palacios de príncipes, y esto de ver medrar al vecino que me parece que no tiene más méritos que yo, fatiga.

Hecho esto, comieron lautamente; repartióse el dinero prometido con equidad y justicia; renováronse las alabanzas de Andrés, subieron al cielo la hermosura de Preciosa. Llegó la noche, acocotaron la mula y enterráronla de modo que quedó seguro Andrés de ser por ella descubierto; y también enterraron con ella sus alhajas, como fueron silla y freno y cinchas, a uso de los indios, que sepultan con ellos sus más ricas preseas.

De todo lo que había visto y oído y de los ingenios de los gitanos quedó admirado Andrés, y con propósito de seguir y conseguir su empresa, sin entremeterse nada en sus costumbres; o, a lo menos, escusarlo por todas las vías que pudiese, pensando exentarse de la jurisdición de obedecellos en las cosas injustas que le mandasen, a costa de su dinero.

Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid, porque temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían determinado irse a los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda la tierra circunvecina. Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una pollina en que fuese, pero él no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que sobre otra iba: ella contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero, y él ni más ni menos, de ver junto a sí a la que había hecho señora de su albedrío.

¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha dado la ociosidad y el descuido nuestro), y con qué veras nos avasallas, y cuán sin respecto nos tratas! Caballero es Andrés, y mozo de muy buen entendimiento, criado casi toda su vida en la Corte y con el regalo de sus ricos padres; y desde ayer acá ha hecho tal mudanza, que engañó a sus criados y a sus amigos, defraudó las esperanzas que sus padres en él tenían; dejó el camino de Flandes, donde había de ejercitar el valor de su persona y acrecentar la honra de su linaje, y se vino a postrarse a los pies de una muchacha, y a ser su lacayo; que, puesto que hermosísima, en fin, era gitana: privilegio de la hermosura, que trae al redopelo y por la melena a sus pies a la voluntad más esenta.

De allí a cuatro días llegaron a una aldea dos leguas de Toledo, donde asentaron  su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo, en fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa. Hecho esto, todas las gitanas viejas, y algunas mozas, y los gitanos, se esparcieron por todos los lugares, o, a lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de aquel donde habían asentado su real. Fue con ellos Andrés a tomar la primera lición de ladrón; pero, aunque le dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó; antes, correspondiendo a su buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba a él el alma; y tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros había hecho, conmovido de las lágrimas de sus dueños; de lo cual los gitanos se desesperaban, diciéndole que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada a la caridad en sus pechos, la cual, en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones, cosa que no les estaba bien en ninguna manera.

Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en compañía de nadie; porque para huir del peligro tenía ligereza, y para cometelle no le faltaba el ánimo; así que, el premio o el castigo de lo que hurtase quería que fuese suyo.

Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para defenderse, y que una persona sola no podía hacer grandes presas. Pero, por más que dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse de la cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la había hurtado, y deste modo cargar lo que menos pudiese sobre su conciencia.

Usando, pues, desta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della; de que no poco se holgaba Preciosa, viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón. Pero, con todo eso, estaba temerosa de alguna desgracia; que no quisiera ella verle en afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena voluntad [por] los muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.

Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su agosto, aunque era por el mes de setiembre, y desde allí se entraron en Estremadura, por ser tierra rica y caliente. Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen trato de su amante; y él, del mismo modo, si pudiera crecer su amor, fuera creciendo: tal era la honestidad, discreción y belleza de su Preciosa. A doquiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a los bolos y a la pelota estremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza. Finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Estremadura, y no había lugar donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de sus gracias y habilidades; y al par desta fama corría la de la hermosura de la gitanilla, y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas votivas suyas, o para otros particulares regocijos. Desta manera, iba el aduar rico, próspero y contento, y los amantes gozosos con sólo mirarse.

Sucedió, pues, que, teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del camino real, oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con mucho ahínco y más de lo que acostumbraban; salieron algunos gitanos, y con ellos Andrés, a ver a quién ladraban, y vieron que se defendía dellos un hombre vestido de blanco, a quien tenían dos perros asido de una pierna; llegaron y quitáronle, y uno de los gitanos le dijo:

-¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de camino? ¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado a buen puerto.

-No vengo a hurtar -respondió el mordido-, ni sé si vengo o no fuera de camino, aunque bien veo que vengo descaminado. Pero decidme, señores, ¿está por aquí alguna venta o lugar donde pueda recogerme esta noche y curarme de las heridas que vuestros perros me han hecho?

-No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros -respondió Andrés-; mas, para curar vuestras heridas y alojaros esta noche, no os faltará comodidad en nuestros ranchos. Veníos con nosotros, que, aunque somos gitanos, no lo parecemos en la caridad.

-Dios la use con vosotros -respondió el hombre-; y llevadme donde quisiéredes, que el dolor desta pierna me fatiga mucho.

Llegóse a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber algún bueno), y entre los dos le llevaron. Hacía la noche clara con la luna, de manera que pudieron ver que el hombre era mozo de gentil rostro y talle; venía vestido todo de lienzo blanco, y atravesada por las espaldas y ceñida a los pechos una como camisa o talega de lienzo. Llegaron a la barraca o toldo de Andrés, y con presteza encendieron lumbre y luz, y acudió luego la abuela de Preciosa a curar el herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó algunos pelos de los perros, friólos en aceite, y, lavando primero con vino dos mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas y encima un poco de romero verde mascado; lióselo muy bien con paños limpios y santiguóle las heridas y díjole:

-Dormid, amigo, que, con el ayuda de Dios, no será nada.

En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante, y estúvole mirando ahincadamente, y lo mismo hacía él a ella, de modo que Andrés echó de ver en la atención con que el mozo la miraba; pero echólo a que la mucha hermosura de Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolución, después de curado el mozo, le dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco, y por entonces no quisieron preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.

Apenas se apartaron dél, cuando Preciosa llamó a Andrés aparte y le dijo:

-¿Acuérdaste, Andrés, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba con mis compañeras, que, según creo, te dio un mal rato?

-Sí acuerdo -respondió Andrés-, y era un soneto en tu alabanza, y no malo.

-Pues has de saber, Andrés -replicó Preciosa-, que el que hizo aquel soneto es ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me engaño, porque me habló en Madrid dos o tres veces, y aun me dio un romance muy bueno. Allí andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los ordinarios, sino de los favorecidos de algún príncipe; y en verdad te digo, Andrés, que el mozo es discreto, y bien razonado, y sobremanera honesto, y no sé qué pueda imaginar desta su venida y en tal traje.

-¿Qué puedes imaginar, Preciosa? -respondió Andrés-. Ninguna otra cosa sino que la misma fuerza que a mí me ha hecho gitano le ha hecho a él parecer molinero y venir a buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa, y cómo se va descubriendo que te quieres preciar de tener más de un rendido! Y si esto es así, acábame a mí primero y luego matarás a este otro, y no quieras sacrificarnos juntos en las aras de tu engaño, por no decir de tu belleza.

-¡Válame Dios -respondió Preciosa-, Andrés, y cuán delicado andas, y cuán de un sotil cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Dime, Andrés: si en esto hubiera artificio o engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir quién era este mozo? ¿Soy tan necia, por ventura, que te había de dar ocasión de poner en duda mi bondad y buen término? Calla, Andrés, por tu vida, y mañana procura sacar del pecho deste tu asombro adónde va, o a lo que viene. Podría ser que estuviese engañada tu sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he dicho. Y, para más satisfación tuya, pues ya he llegado a términos de satisfacerte, de cualquiera manera y con cualquiera intención que ese mozo venga, despídele luego y haz que se vaya, pues todos los de nuestra parcialidad te obedecen, y no habrá ninguno que contra tu voluntad le quiera dar acogida en su rancho; y, cuando esto así no suceda, yo te doy mi palabra de no salir del mío, ni dejarme ver de sus ojos, ni de todos aquellos que tú quisieres que no me vean. Mira, Andrés, no me pesa a mí de verte celoso, pero pesarme ha mucho si te veo indiscreto.

-Como no me veas loco, Preciosa -respondió Andrés-, cualquiera otra demonstración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto fatiga la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo que me mandas, y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde va, o qué es lo que busca; que podría ser que por algún hilo que sin cuidado muestre, sacase yo todo el ovillo con que temo viene a enredarme.

-Nunca los celos, a lo que imagino -dijo Preciosa-, dejan el entendimiento libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son. Siempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas, grandes; los enanos, gigantes, y las sospechas, verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en esto, y en todo lo que tocare a nuestros conciertos, cuerda y discretamente; que si así lo hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada, y de verdadera en todo estremo.

Con esto se despidió de Andrés, y él se quedó esperando el día para tomar la confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias imaginaciones. No podía creer sino que aquel paje había venido allí atraído de la hermosura de Preciosa; porque piensa el ladrón que todos son de su condición. Por otra parte, la satisfación que Preciosa le había dado le parecía ser de tanta fuerza, que le obligaba a vivir seguro y a dejar en las manos de su bondad toda su ventura.

Llegóse el día, visitó al mordido; preguntóle cómo se llamaba y adónde iba, y cómo caminaba tan tarde y tan fuera de camino; aunque primero le preguntó cómo estaba, y si se sentía sin dolor de las mordeduras. A lo cual respondió el mozo que se hallaba mejor y sin dolor alguno, y de manera que podía ponerse en camino. A lo de decir su nombre y adónde iba, no dijo otra cosa sino que se llamaba Alonso Hurtado, y que iba a Nuestra Señora de la Peña de Francia a un cierto negocio, y que por llegar con brevedad caminaba de noche, y que la pasada había perdido el camino, y acaso había dado con aquel aduar, donde los perros que le guardaban le habían puesto del modo que había visto.

No le pareció a Andrés legítima esta declaración, sino muy bastarda, y de nuevo volvieron a hacerle cosquillas en el alma sus sospechas; y así, le dijo:

-Hermano, si yo fuera juez y vos hubiérades caído debajo de mi jurisdición por algún delito, el cual pidiera que se os hicieran las preguntas que yo os he hecho, la respuesta que me habéis dado obligara a que os apretara los cordeles. Yo no quiero saber quién sois, cómo os llamáis o adónde vais; pero adviértoos que, si os conviene mentir en este vuestro viaje, mintáis con más apariencia de verdad. Decís que vais a la Peña de Francia, y dejáisla a la mano derecha, más atrás deste lugar donde estamos bien treinta leguas; camináis de noche por llegar presto, y vais fuera de camino por entre bosques y encinares que no tienen sendas apenas, cuanto más caminos. Amigo, levantaos y aprended a mentir, y andad en hora buena. Pero, por este buen aviso que os doy, ¿no me diréis una verdad? (que sí diréis, pues tan mal sabéis mentir). Decidme: ¿sois por ventura uno que yo he visto muchas veces en la Corte, entre paje y caballero, que tenía fama de ser gran poeta; uno que hizo un romance  y un soneto a una gitanilla que los días pasados andaba en Madrid, que era tenida por singular en la belleza? Decídmelo, que yo os prometo por la fe de caballero gitano de guardaros el secreto que vos viéredes que os conviene. Mirad que negarme la verdad, de que no sois el que yo digo, no llevaría camino, porque este rostro que yo veo aquí es el que vi en Madrid. Sin duda alguna que la gran fama de vuestro entendimiento me hizo muchas veces que os mirase como a hombre raro e insigne, y así se me quedó en la memoria vuestra figura, que os he venido a conocer por ella, aun puesto en el diferente traje en que estáis agora del en que yo os vi entonces. No os turbéis; animaos, y no penséis que habéis llegado a un pueblo de ladrones, sino a un asilo que os sabrá guardar y defender de todo el mundo. Mirad, yo imagino una cosa, y si es ansí como la imagino, vos habéis topado con vuestra buena suerte en haber encontrado conmigo. Lo que imagino es que, enamorado de Preciosa, aquella hermosa gitanica a quien hicisteis los versos, habéis venido a buscarla, por lo que yo no os tendré en menos, sino en mucho más; que, aunque gitano, la esperiencia me ha mostrado adónde se estiende la poderosa fuerza de amor, y las transformaciones que hace hacer a los que coge debajo de su jurisdición y mando. Si esto es así, como creo que sin duda lo es, aquí está la gitanica.

-Sí, aquí está, que yo la vi anoche -dijo el mordido; razón con que Andrés quedó como difunto, pareciéndole que había salido al cabo con la confirmación de sus sospechas-. Anoche la vi -tornó a referir el mozo-, pero no me atreví a decirle quién era, porque no me convenía.

-Desa manera -dijo Andrés-, vos sois el poeta que yo he dicho.

-Sí soy -replicó el mancebo-; que no lo puedo ni lo quiero negar. Quizá podía ser que donde he pensado perderme hubiese venido a ganarme, si es que hay fidelidad en las selvas y buen acogimiento en los montes.

-Hayle, sin duda -respondió Andrés-, y entre nosotros, los gitanos, el mayor secreto del mundo. Con esta confianza podéis, señor, descubrirme vuestro pecho, que hallaréis en el mío lo que veréis, sin doblez alguno. La gitanilla es parienta mía, y está sujeta a lo [que] quisiere hacer della; si la quisiéredes por esposa, yo y todos sus parientes gustaremos dello; y si por amiga, no usaremos de ningún melindre, con tal que tengáis dineros, porque la codicia por jamás sale de nuestros ranchos.

-Dineros traigo -respondió el mozo-: en estas mangas de camisa que traigo ceñida por el cuerpo vienen cuatrocientos escudos de oro.

Éste fue otro susto mortal que recibió Andrés, viendo que el traer tanto dinero no era sino para conquistar o comprar su prenda; y, con lengua ya turbada, dijo:

-Buena cantidad es ésa; no hay sino descubriros, y manos a labor, que la muchacha, que no es nada boba, verá cuán bien le está ser vuestra.

-¡Ay amigo! -dijo a esta sazón el mozo-, quiero que sepáis que la fuerza que me ha hecho mudar de traje no es la de amor, que vos decís, ni de desear a Preciosa, que hermosas tiene Madrid que pueden y saben robar los corazones y rendir las almas tan bien y mejor que las más hermosas gitanas, puesto que confieso que la hermosura de vuestra parienta a todas las que yo he visto se aventaja. Quien me tiene en este traje, a pie y mordido de perros, no es amor, sino desgracia mía.

Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andrés cobrando los espíritus perdidos, pareciéndole que se encaminaban a otro paradero del que él se imaginaba; y deseoso de salir de aquella confusión, volvió a reforzarle la seguridad con que podía descubrirse; y así, él prosiguió diciendo:

-«Yo estaba en Madrid en casa de un título, a quien servía no como a señor, sino como a pariente. Éste tenía un hijo, único heredero suyo, el cual, así por el parentesco como por ser ambos de una edad y de una condición misma, me trataba con familiaridad y amistad grande. Sucedió que este caballero se enamoró de una doncella principal, a quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no tuviera la voluntad sujeta, como buen hijo, a la de sus padres, que aspiraban a casarle más altamente; pero, con todo eso, la servía a hurto de todos los ojos que pudieran, con las lenguas, sacar a la plaza sus deseos; solos los míos eran testigos de sus intentos. Y una noche, que debía de haber escogido la desgracia para el caso que ahora os diré, pasando los dos por la puerta y calle desta señora, vimos arrimados a ella dos hombres, al parecer, de buen talle. Quiso reconocerlos mi pariente, y apenas se encaminó hacia ellos, cuando echaron con mucha ligereza mano a las espadas y a dos broqueles, y se vinieron a nosotros, que hicimos lo mismo, y con iguales armas nos acometimos. Duró poco la pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos contrarios, que, de dos estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa que yo le hacía, las perdieron (caso estraño y pocas veces visto). Triunfando, pues, de lo que no quisiéramos, volvimos a casa, y, secretamente, tomando todos los dineros que podimos, nos fuimos a San Jerónimo, esperando el día, que descubriese lo sucedido y las presunciones que se tenían de los matadores. Supimos que de nosotros no había indicio alguno, y aconsejáronnos los prudentes religiosos que nos volviésemos a casa, y que no diésemos ni despertásemos con nuestra ausencia alguna sospecha contra nosotros. Y, ya que estábamos determinados de seguir su parecer, nos avisaron que los señores alcaldes de Corte habían preso en su casa a los padres de la doncella y a la misma doncella, y que entre otros criados a quien tomaron la confesión, una criada de la señora dijo cómo mi pariente paseaba a su señora de noche y de día; y que con este indicio habían acudido a buscarnos, y, no hallándonos, sino muchas señales de nuestra fuga, se confirmó en toda la Corte ser nosotros los matadores de aquellos dos caballeros, que lo eran, y muy principales. Finalmente, con parecer del conde mi pariente, y del de los religiosos, después de quince días que estuvimos escondidos en el monasterio, mi camarada, en hábito de fraile, con otro fraile se fue la vuelta de Aragón, con intención de pasarse a Italia, y desde allí a Flandes, hasta ver en qué paraba el caso. Yo quise dividir y apartar nuestra fortuna, y que no corriese nuestra suerte por una misma derrota; seguí otro camino diferente del suyo, y, en hábito de mozo de fraile, a pie, salí con un religioso, que me dejó en Talavera; desde allí aquí he venido solo y fuera de camino, hasta que anoche llegué a este encinal, donde me ha sucedido lo que habéis visto. Y si pregunté por el camino de la Peña de Francia, fue por responder algo a lo que se me preguntaba; que en verdad que no sé dónde cae la Peña de Francia, puesto que sé que está más arriba de Salamanca.»

-Así es verdad -respondió Andrés-, y ya la dejáis a mano derecha, casi veinte leguas de aquí; porque veáis cuán derecho camino llevábades si allá fuérades.

-El que yo pensaba llevar -replicó el mozo- no es sino a Sevilla; que allí tengo un caballero ginovés, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar a Génova gran cantidad de plata, y llevo disignio que me acomode con los que la suelen llevar, como uno dellos; y con esta estratagema seguramente podré pasar hasta Cartagena, y de allí a Italia, porque han de venir dos galeras muy presto a embarcar esta plata. Ésta es, buen amigo, mi historia: mirad si puedo decir que nace más de desgracia pura que de amores aguados. Pero si estos señores gitanos quisiesen llevarme en su compañía hasta Sevilla, si es que van allá, yo se lo pagaría muy bien; que me doy a entender que en su compañía iría más seguro, y no con el temor que llevo.

-Sí llevarán -respondió Andrés-; y si no fuéredes en nuestro aduar, porque hasta ahora no sé si va al Andalucía, iréis en otro que creo que habemos de topar dentro de dos días, y con darles algo de lo que lleváis, facilitaréis con ellos otros imposibles mayores.

Dejóle Andrés, y vino a dar cuenta a los demás gitanos de lo que el mozo le había contado y de lo que pretendía, con el ofrecimiento que hacía de la buena paga y recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el aduar. Sólo Preciosa tuvo el contrario, y la abuela dijo que ella no podía ir a Sevilla, ni a sus contornos, a causa que los años pasados había hecho una burla en Sevilla a un gorrero llamado Triguillos, muy conocido en ella, al cual le había hecho meter en una tinaja de agua hasta el cuello, desnudo en carnes, y en la cabeza puesta una corona de ciprés, esperando el filo de la media noche para salir de la tinaja a cavar y sacar un gran tesoro que ella le había hecho creer que estaba en cierta parte de su casa. Dijo que, como oyó el buen gorrero tocar a maitines, por no perder la coyuntura, se dio tanta priesa a salir de la tinaja que dio con ella y con él en el suelo, y con el golpe y con los cascos se magulló las carnes, derramóse el agua y él quedó nadando en ella, y dando voces que se anegaba. Acudieron su mujer y sus vecinos con luces, y halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo, y meneando brazos y piernas con mucha priesa, y diciendo a grandes voces: «¡Socorro, señores, que me ahogo!»; tal le tenía el miedo, que verdaderamente pensó que se ahogaba. Abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la burla de la gitana, y, con todo eso, cavó en la parte señalada más de un estado en hondo, a pesar de todos cuantos le decían que era embuste mío; y si no se lo estorbara un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con entrambas en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera. Súpose este cuento por toda la ciudad, y hasta los muchachos le señalaban con el dedo y contaban su credulidad y mi embuste.

Esto contó la gitana vieja, y esto dio por escusa para no ir a Sevilla. Los gitanos, que ya sabían de Andrés Caballero que el mozo traía dineros en cantidad, con facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de guardarle y encubrirle todo el tiempo que él quisiese, y determinaron de torcer el camino a mano izquierda y entrarse en la Mancha y en el reino de Murcia.

Llamaron al mozo y diéronle cuenta de lo que pensaban hacer por él; él se lo agradeció y dio cien escudos de oro para que los repartiesen entre todos. Con esta dádiva quedaron más blandos que unas martas; sólo a Preciosa no contentó mucho la quedada de don Sancho, que así dijo el mozo que se llamaba; pero los gitanos se le mudaron en el de Clemente, y así le llamaron desde allí adelante. También quedó un poco torcido Andrés, y no bien satisfecho de haberse quedado Clemente, por parecerle que con poco fundamento había dejado sus primeros designios. Mas Clemente, como si le leyera la intención, entre otras cosas le dijo que se holgaba de ir al reino de Murcia, por estar cerca de Cartagena, adonde si viniesen galeras, como él pensaba que habían de venir, pudiese con facilidad pasar a Italia. Finalmente, por traelle más ante los ojos y mirar sus acciones y escudriñar sus pensamientos, quiso Andrés que fuese Clemente su camarada, y Clemente tuvo esta amistad por gran favor que se le hacía. Andaban siempre juntos, gastaban largo, llovían escudos, corrían, saltaban, bailaban y tiraban la barra mejor que ninguno de los gitanos, y eran de las gitanas más que medianamente queridos, y de los gitanos en todo estremo respectados.

Dejaron, pues, a Estremadura y entráronse en la Mancha, y poco a poco fueron caminando al reino de Murcia. En todas las aldeas y lugares que pasaban había desafíos de pelota, de esgrima, de correr, de saltar, de tirar la barra y de otros ejercicios de fuerza, maña y ligereza, y de todos salían vencedores Andrés y Clemente, como de solo Andrés queda dicho. Y en todo este tiempo, que fueron más de mes y medio, nunca tuvo Clemente ocasión, ni él la procuró, de hablar a Preciosa, hasta que un día, estando juntos Andrés y ella, llegó él a la conversación, porque le llamaron, y Preciosa le dijo:

-Desde la vez primera que llegaste a nuestro aduar te conocí, Clemente, y se me vinieron a la memoria los versos que en Madrid me diste; pero no quise decir nada, por no saber con qué intención venías a nuestras estancias; y, cuando supe tu desgracia, me pesó en el alma, y se aseguró mi pecho, que estaba sobresaltado, pensando que como había don Joanes en el mundo, y que se mudaban en Andreses, así podía haber don Sanchos que se mudasen en otros nombres. Háblote desta manera porque Andrés me ha dicho que te ha dado cuenta de quién es y de la intención con que se ha vuelto gitano -y así era la verdad; que Andrés le había hecho sabidor de toda su historia, por poder comunicar con él sus pensamientos-. Y no pienses que te fue de poco provecho el conocerte, pues por mi respecto y por lo que yo de ti dije, se facilitó el acogerte y admitirte en nuestra compañía, donde plega a Dios te suceda todo el bien que acertares a desearte. Este buen deseo quiero que me pagues en que no afees a Andrés la bajeza de su intento, ni le pintes cuán mal le está perseverar en este estado; que, puesto que yo imagino que debajo de los candados de mi voluntad está la suya, todavía me pesaría de verle dar muestras, por mínimas que fuesen, de algún arrepentimiento.

A esto respondió Clemente:

-No pienses, Preciosa única, que don Juan con ligereza de ánimo me descubrió quién era: primero le conocí yo, y primero me descubrieron sus ojos sus intentos; primero le dije yo quién era, y primero le adiviné la prisión de su voluntad que tú señalas; y él, dándome el crédito que era razón que me diese, fió de mi secreto el suyo, y él es buen testigo si alabé su determinación y escogido empleo; que no soy, ¡oh Preciosa!, de tan corto ingenio que no alcance hasta dónde se estienden las fuerzas de la hermosura; y la tuya, por pasar de los límites de los mayores estremos de belleza, es disculpa bastante de mayores yerros, si es que deben llamarse yerros los que se hacen con tan forzosas causas. Agradézcote, señora, lo que en mi crédito dijiste, y yo pienso pagártelo en desear que estos enredos amorosos salgan a fines felices, y que tú goces de tu Andrés, y Andrés de su Preciosa, en conformidad y gusto de sus padres, porque de tan hermosa junta veamos en el mundo los más bellos renuevos que pueda formar la bien intencionada naturaleza. Esto desearé yo, Preciosa, y esto le diré siempre a tu Andrés, y no cosa alguna que le divierta de sus bien colocados pensamientos.

Con tales afectos dijo las razones pasadas Clemente, que estuvo en duda Andrés si las había dicho como enamorado o como comedido; que la infernal enfermedad celosa es tan delicada, y de tal manera, que en los átomos del sol se pega, y de los que tocan a la cosa amada se fatiga el amante y se desespera. Pero, con todo esto, no tuvo celos confirmados, más fiado de la bondad de Preciosa que de la ventura suya, que siempre los enamorados se tienen por infelices en tanto que no alcanzan lo que desean. En fin, Andrés y Clemente eran camaradas y grandes amigos, asegurándolo todo la buena intención de Clemente y el recato y prudencia de Preciosa, que jamás dio ocasión a que Andrés tuviese della celos.

Tenía Clemente sus puntas de poeta, como lo mostró en los versos que dio a Preciosa, y Andrés se picaba un poco, y entrambos eran aficionados a la música. Sucedió, pues, que, estando el aduar alojado en un valle cuatro leguas de Murcia, una noche, por entretenerse, sentados los dos, Andrés al pie de un alcornoque, Clemente al de una encina, cada uno con una guitarra, convidados del silencio de la noche, comenzando Andrés y respondiendo Clemente, cantaron estos versos:


 

 
ANDRÉS


 

      Mira, Clemente, el estrellado velo    
  con que esta noche fría    
  compite con el día,    
  de luces bellas adornando el cielo;    
  y en esta semejanza,    
  si tanto tu divino ingenio alcanza,    
  aquel rostro figura    
  donde asiste el estremo de hermosura.    

 

 
CLEMENTE


 

      Donde asiste el estremo de hermosura,    
  y adonde la Preciosa    
  honestidad hermosa    
  con todo estremo de bondad se apura,    
  en un sujeto cabe,    
  que no hay humano ingenio que le alabe,    
  si no toca en divino,    
  en alto, en raro, en grave y peregrino.    

 

 
ANDRÉS


 

      En alto, en raro, en grave y peregrino    
  estilo nunca usado,    
  al cielo levantado,    
  por dulce al mundo y sin igual camino,    
  tu nombre, ¡oh gitanilla!,    
  causando asombro, espanto y maravilla,    
  la fama yo quisiera    
  que le llevara hasta la octava esfera.    

 

 
CLEMENTE


 

      Que le llevara hasta la octava esfera    
  fuera decente y justo,    
  dando a los cielos gusto,    
  cuando el son de su nombre allá se oyera,    
  y en la tierra causara,    
  por donde el dulce nombre resonara,    
  música en los oídos    
 
  paz en las almas, gloria en los sentidos.    

 

 
ANDRÉS


 

      Paz en las almas, gloria en los sentidos    
  se siente cuando canta    
  la sirena, que encanta    
  y adormece a los más apercebidos;    
  y tal es mi Preciosa,    
  que es lo menos que tiene ser hermosa:    
  dulce regalo mío,    
  corona del donaire, honor del brío.    

 

 
CLEMENTE


 

      Corona del donaire, honor del brío    
  eres, bella gitana,    
  frescor de la mañana,    
  céfiro blando en el ardiente estío;    
  rayo con que Amor ciego    
  convierte el pecho más de nieve en fuego;    
  fuerza que ansí la hace,    
  que blandamente mata y satisface.    


 

Señales iban dando de no acabar tan presto el libre y el cautivo, si no sonara a sus espaldas la voz de Preciosa, que las suyas había escuchado. Suspendiólos el oírla, y, sin moverse, prestándola maravillosa atención, la escucharon. Ella (o no sé si de improviso, o si en algún tiempo los versos que cantaba le compusieron), con estremada gracia, como si para responderles fueran hechos, cantó los siguientes:


 
      -En esta empresa amorosa,    
  donde el amor entretengo,    
  por mayor ventura tengo    
  ser honesta que hermosa.    
      La que es más humilde planta,    
  si la subida endereza,    
  por gracia o naturaleza    
  a los cielos se levanta.    
      En este mi bajo cobre,    
 
  siendo honestidad su esmalte,    
  no hay buen deseo que falte    
  ni riqueza que no sobre.    
      No me causa alguna pena    
  no quererme o no estimarme;    
  que yo pienso fabricarme    
  mi suerte y ventura buena.    
      Haga yo lo que en mí es,    
  que a ser buena me encamine,    
  y haga el cielo y determine    
  lo que quisiere después.    
      Quiero ver si la belleza    
  tiene tal prerrogativa,    
  que me encumbre tan arriba,    
  que aspire a mayor alteza.    
      Si las almas son iguales,    
  podrá la de un labrador    
  igualarse por valor    
  con las que son imperiales.    
      De la mía lo que siento    
  me sube al grado mayor,    
  porque majestad y amor    
  no tienen un mismo asiento.    


 

Aquí dio fin Preciosa a su canto, y Andrés y Clemente se levantaron a recebilla. Pasaron entre los tres discretas razones, y Preciosa descubrió en las suyas su discreción, su honestidad y su agudeza, de tal manera que en Clemente halló disculpa la intención de Andrés, que aún hasta entonces no la había hallado, juzgando más a mocedad que a cordura su arrojada determinación.

Aquella mañana se levantó el aduar y se fueron a alojar en un lugar de la jurisdición de Murcia, tres leguas de la ciudad, donde le sucedió a Andrés una desgracia que le puso en punto de perder la vida. Y fue que, después de haber dado en aquel lugar algunos vasos y prendas de plata en fianzas, como tenían de costumbre, Preciosa y su abuela y Cristina, con otras dos gitanillas y los dos, Clemente y Andrés, se alojaron en un mesón de una viuda rica, la cual tenía una hija de edad de diez y siete o diez y ocho años, algo más desenvuelta que hermosa; y, por más señas, se llamaba Juana Carducha. Ésta, habiendo visto bailar a las gitanas y gitanos, la tomó el diablo, y se enamoró de Andrés tan fuertemente que propuso de decírselo y tomarle por marido, si él quisiese, aunque a todos sus parientes les pesase; y así, buscó coyuntura para decírselo, y hallóla en un corral donde Andrés había entrado a requerir dos pollinos. Llegóse a él, y con priesa, por no ser vista, le dijo:

-Andrés -que ya sabía su nombre-, yo soy doncella y rica; que mi madre no tiene otro hijo sino a mí, y este mesón es suyo; y amén desto tiene muchos majuelos y otros dos pares de casas. Hasme parecido bien: si me quieres por esposa, a ti está; respóndeme presto, y si eres discreto, quédate y verás qué vida nos damos.

Admirado quedó Andrés de la resolución de la Carducha, y con la presteza que ella pedía le respondió:

-Señora doncella, yo estoy apalabrado para casarme, y los gitanos no nos casamos sino con gitanas; guárdela Dios por la merced que me quería hacer, de quien yo no soy digno.

No estuvo en dos dedos de caerse muerta la Carducha con la aceda respuesta de Andrés, a quien replicara si no viera que entraban en el corral otras gitanas. Salióse corrida y asendereada, y de buena gana se vengara si pudiera. Andrés, como discreto, determinó de poner tierra en medio y desviarse de aquella ocasión que el diablo le ofrecía; que bien leyó en los ojos de la Carducha que sin los lazos matrimoniales se le entregara a toda su voluntad, y no quiso verse pie a pie y solo en aquella estacada; y así, pidió a todos los gitanos que aquella noche se partiesen de aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecían, lo pusieron luego por obra, y, cobrando sus fianzas aquella tarde, se fueron.

La Carducha, que vio que en irse Andrés se le iba la mitad de su alma, y que no le quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó de hacer quedar a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía. Y así, con la industria, sagacidad y secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas de plata, con otros brincos suyos; y, apenas habían salido del mesón, cuando dio voces, diciendo que aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas, a cuyas voces acudió la justicia y toda la gente del pueblo.

Los gitanos hicieron alto, y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada, y que ellos harían patentes todos los sacos y repuestos de su aduar. Desto se congojó mucho la gitana vieja, temiendo que en aquel escrutinio no se manifestasen los dijes de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con gran cuidado y recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con mucha brevedad todo, porque al segundo envoltorio que miraron dijo que preguntasen cuál era el de aquel gitano gran bailador, que ella le había visto entrar en su aposento dos veces, y que podría ser que aquél las llevase. Entendió Andrés que por él lo decía y, riéndose, dijo:

-Señora doncella, ésta es mi recámara y éste es mi pollino; si vos halláredes en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas, fuera de sujetarme al castigo que la ley da a los ladrones.

Acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino, y a pocas vueltas dieron con el hurto, de que quedó tan espantado Andrés y tan absorto, que no pareció sino estatua, sin voz, de piedra dura.

-¿No sospeché yo bien? -dijo a esta sazón la Carducha-. ¡Mirad con qué buena  cara se encubre un ladrón tan grande!

El alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos los gitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos. A todo callaba Andrés, suspenso e imaginativo, y no acababa de caer en la traición de la Carducha. En esto se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del alcalde, diciendo:

-¿No veis cuál se ha quedado el gitanico podrido de hurtar? Apostaré yo que hace melindres y que niega el hurto, con habérsele cogido en las manos; que bien haya quien no os echa en galeras a todos. ¡Mirad si estuviera mejor este bellaco en ellas, sirviendo a su Majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar y hurtando de venta en monte! A fe de soldado, que estoy por darle una bofetada que le derribe a mis pies.

Y, diciendo esto, sin más ni más, alzó la mano y le dio un bofetón tal, que le hizo volver de su embelesamiento, y le hizo acordar que no era Andrés Caballero, sino don Juan, y caballero; y, arremetiendo al soldado con mucha presteza y más cólera, le arrancó su misma espada de la vaina y se la envainó en el cuerpo, dando con él muerto en tierra.

Aquí fue el gritar del pueblo, aquí el amohinarse el tío alcalde, aquí el desmayarse Preciosa y el turbarse Andrés de verla desmayada; aquí el acudir todos a las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la grita, y, por acudir Andrés al desmayo de Preciosa, dejó de acudir a su defensa; y quiso la suerte que Clemente no se hallase al desastrado suceso, que con los bagajes había ya salido del pueblo. Finalmente, tantos cargaron sobre Andrés, que le prendieron y le aherrojaron con dos muy gruesas cadenas. Bien quisiera el alcalde ahorcarle luego, si estuviera en su mano, pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su jurisdición. No le llevaron hasta otro día, y en el que allí estuvo, pasó Andrés muchos martirios y vituperios que el indignado alcalde y sus ministros y todos los del lugar le hicieron. Prendió el alcalde todos los más gitanos y gitanas que pudo, porque los más huyeron, y entre ellos Clemente, que temió ser cogido y descubierto.

Finalmente, con la sumaria del caso y con una gran cáfila de gitanos, entraron el alcalde y sus ministros con otra mucha gente armada en Murcia, entre los cuales iba Preciosa, y el pobre Andrés, ceñido de cadenas, sobre un macho y con esposas y piedeamigo. Salió toda Murcia a ver los presos, que ya se tenía noticia de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel día fue tanta, que ninguno la miraba que no la bendecía, y llegó la nueva de su belleza a los oídos de la señora corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el corregidor, su marido, mandase que aquella gitanica no entrase en la cárcel, y todos los demás sí. Y a Andrés le pusieron en un estrecho calabozo, cuya escuridad, y la falta de la luz de Preciosa, le trataron de manera que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura. Llevaron a Preciosa con su abuela a que la corregidora la viese, y, así como la vio, dijo:

-Con razón la alaban de hermosa.

Y, llegándola a sí, la abrazó tiernamente, y no se hartaba de mirarla, y preguntó a su abuela que qué edad tendría aquella niña.

-Quince años -respondió la gitana-, dos meses más a menos.

-Esos tuviera agora la desdichada de mi Costanza. ¡Ay, amigas, que esta niña me ha renovado mi desventura! -dijo la corregidora.

Tomó en esto Preciosa las manos de la corregidora, y, besándoselas muchas veces, se las bañaba con lágrimas y le decía:

-Señora mía, el gitano que está preso no tiene culpa, porque fue provocado: llamáronle ladrón, y no lo es; diéronle un bofetón en su rostro, que es tal que en él se descubre la bondad de su ánimo. Por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagáis guardar su justicia, y que el señor corregidor no se dé priesa a ejecutar en él el castigo con  que las leyes le amenazan; y si algún agrado os ha dado mi hermosura, entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mía. Él ha de ser mi esposo, y justos y honestos impedimentos han estorbado que aun hasta ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros fueren menester para alcanzar perdón de la parte, todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda, y se dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis qué es amor, y algún tiempo le tuvistes, y ahora le tenéis a vuestro esposo, doleos de mí, que amo tierna y honestamente al mío.

En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos de mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha abundancia. Asimismo, la corregidora la tenía a ella asida de las suyas, mirándola ni más ni menos, con no menor ahínco y con no más pocas lágrimas. Estando en esto, entró el corregidor, y, hallando a su mujer y a Preciosa tan llorosas y tan encadenadas, quedó suspenso, así de su llanto como de la hermosura. Preguntó la causa de aquel sentimiento, y la respuesta que dio Preciosa fue soltar las manos de la corregidora y asirse de los pies del corregidor, diciéndole:

-¡Señor, misericordia, misericordia! ¡Si mi esposo muere, yo soy muerta! Él no tiene culpa; pero si la tiene, déseme a mí la pena, y si esto no puede ser, a lo menos entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios posibles para su remedio; que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase el cielo la salud de gracia.

Con nueva suspensión quedó el corregidor de oír las discretas razones de la gitanilla, y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus lágrimas.

En tanto que esto pasaba, estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y diversas cosas; y, al cabo de toda esta suspensión y imaginación, dijo:

-Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco, que yo haré que estos llantos  se conviertan en risa, aunque a mí me cueste la vida.

Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes confusos con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intención de avisar a su padre que viniese a entender en ella. Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un aposento, que tenía grandes cosas que decirles en secreto. El corregidor, creyendo que algunos hurtos de los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito del preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la gitana, hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:

-Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en albricias el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recebir el castigo que quisiéredes darme; pero antes que le confiese quiero que me digáis, señores, primero, si conocéis estas joyas.

Y, descubriendo un cofrecico donde venían las de Preciosa, se le puso en las manos al corregidor, y, en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles; pero no cayó [en] lo que podían significar. Mirólos también la corregidora, pero tampoco dio en la cuenta; sólo dijo:

-Estos son adornos de alguna pequeña criatura.

-Así es la verdad -dijo la gitana-; y de qué criatura sean lo dice ese escrito que está en ese papel doblado.

Abrióle con priesa el corregidor y leyó que decía:

Llamábase la niña doña Constanza de Azevedo y de Meneses; su madre, doña Guiomar de Meneses, y su padre, don Fernando de Azevedo, caballero del hábito de Calatrava. Desparecíla día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados.

Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los brincos, se los puso a la boca, y, dándoles infinitos besos, se cayó desmayada. Acudió el corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por su hija, y, habiendo vuelto en sí, dijo:

-Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la criatura cuyos eran estos dijes?

-¿Adónde, señora? -respondió la gitana-. En vuestra casa la tenéis: aquella gitanica que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño, y es sin duda alguna vuestra hija; que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese papel dice.

Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines, y desalada y corriendo salió a la sala adonde había dejado a Preciosa, y hallóla rodeada de sus doncellas y criadas, todavía llorando. Arremetió a ella, y, sin decirle nada, con gran priesa le desabrochó el pecho y miró si tenía debajo de la teta izquierda una señal pequeña, a modo de lunar blanco, con que había nacido, y hallóle ya grande, que con el tiempo se había dilatado. Luego, con la misma celeridad, la descalzó, y descubrió un pie de nieve y de marfil, hecho a torno, y vio en él lo que buscaba, que era que los dos dedos últimos del pie derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de carne, la cual, cuando niña, nunca se la habían querido cortar por no darle pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos, el día señalado del hurto, la confesión de la gitana y el sobresalto y alegría que habían recebido sus padres cuando la vieron, con toda verdad confirmaron en el alma de la corregidora ser Preciosa su hija. Y así, cogiéndola en sus brazos, se volvió con ella adonde el corregidor y la gitana estaban.

Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efeto se habían hecho con ella aquellas diligencias; y más, viéndose llevar en brazos de la corregidora, y que le daba de un beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la presencia de su marido, y, trasladándola de sus brazos a los del corregidor, le dijo:

-Recebid, señor, a vuestra hija Costanza, que ésta es sin  duda; no lo dudéis, señor, en ningún modo, que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto; y más, que a mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis ojos la vieron.

-No lo dudo -respondió el corregidor, teniendo en sus brazos a Preciosa-, que los mismos efetos han pasado por la mía que por la vuestra; y más, que tantas puntualidades juntas, ¿cómo podían suceder, si no fuera por milagro?

Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería aquello, y todos daban bien lejos del blanco; que, ¿quién había de imaginar que la gitanilla era hija de sus señores? El corregidor dijo a su mujer y a su hija, y a la gitana vieja, que aquel caso estuviese secreto hasta que él le descubriese; y asimismo dijo a la vieja que él la perdonaba el agravio que le había hecho en hurtarle el alma, pues la recompensa de habérsela vuelto mayores albricias recebía; y que sólo le pesaba de que, sabiendo ella la calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un gitano, y más con un ladrón y homicida.

-¡Ay! -dijo a esto Preciosa-, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que es matador; pero fuelo del que le quitó la honra, y no pudo hacer menos de mostrar quién era y matarle.

-¿Cómo que no es gitano, hija mía? -dijo doña Guiomar.

Entonces la gitana vieja contó brevemente la historia de Andrés Caballero, y que era hijo de don Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago, y que se llamaba don Juan de Cárcamo; asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella tenía, cuando los mudó en los de gitano. Contó también el concierto que entre Preciosa y don Juan estaba hecho, de aguardar dos años de aprobación para desposarse o no. Puso en su punto la honestidad de entrambos y la agradable condición de don Juan.

Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija, y mandó el corregidor a la gitana que fuese por los vestidos de don Juan. Ella lo hizo ansí, y volvió con otro gitano, que los trujo.

En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil preguntas, a quien respondió con tanta discreción y gracia que, aunque no la hubieran reconocido por hija, los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna afición a don Juan. Respondió que no más de aquella que le obligaba a ser agradecida a quien se había querido humillar a ser gitano por ella; pero que ya no se estendería a más el agradecimiento de aquello que sus señores padres quisiesen.

-Calla, hija Preciosa -dijo su padre-, que este nombre de Preciosa quiero que se te quede, en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo; que yo, como tu padre, tomo a cargo el ponerte en estado que no desdiga de quién eres.

Suspiró oyendo esto Preciosa, y su madre (como era discreta, entendió que suspiraba de enamorada de don Juan) dijo a su marido:

-Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es, y queriendo tanto a nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.

Y él respondió:

-Aun hoy la habemos hallado, ¿y ya queréis que la perdamos? Gocémosla algún tiempo; que, en casándola, no será nuestra, sino de su marido.

-Razón tenéis, señor -respondió ella-, pero dad orden de sacar a don Juan, que debe de estar en algún calabozo.

-Sí estará -dijo Preciosa-; que a un ladrón, matador y, sobre todo, gitano, no le habrán dado mejor estancia.

-Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión -respondió el corregidor-, y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo lo quiera.

Y, abrazando a Preciosa, fue luego a la cárcel y entró en el calabozo donde don Juan estaba, y no quiso que nadie entrase con él. Hallóle con entrambos pies en un cepo y con las esposas a las manos, y que aún no le habían quitado el piedeamigo. Era la estancia escura, pero hizo que por arriba abriesen una lumbrera, por donde entraba luz, aunque muy escasa; y, así como le vio, le dijo:

-¿Cómo está la buena pieza? ¡Que así tuviera yo atraillados cuantos gitanos hay en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera con Roma, sin dar más de un golpe! Sabed, ladrón puntoso, que yo soy el corregidor desta ciudad, y vengo a saber, de mí a vos, si es verdad que es vuestra esposa una gitanilla que viene con vosotros.

Oyendo esto Andrés, imaginó que el corregidor se debía de haber enamorado de Preciosa; que los celos son de cuerpos sutiles y se entran por otros cuerpos sin romperlos, apartarlos ni dividirlos; pero, con todo esto, respondió:

-Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad; y si ha dicho que no lo soy, también ha dicho verdad, porque no es posible que Preciosa diga mentira.

-¿Tan verdadera es? -respondió el corregidor-. No es poco serlo, para ser gitana. Ahora bien, mancebo, ella ha dicho que es vuestra esposa, pero que nunca os ha dado la mano. Ha sabido que, según es vuestra culpa, habéis de morir por ella; y hame pedido que antes de vuestra muerte la despose con vos, porque se quiere honrar con quedar viuda de un tan gran ladrón como vos.

-Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica; que, como yo me despose con ella, iré contento a la otra vida, como parta désta con nombre de ser suyo.

-¡Mucho la debéis de querer! -dijo el corregidor.

-Tanto -respondió el preso-, que, a poderlo decir, no fuera nada. En efeto, señor corregidor, mi causa se concluya: yo maté al que me quiso quitar la honra; yo adoro a esa gitana, moriré contento si muero en su gracia, y sé que no nos ha de faltar la de Dios, pues entrambos habremos guardado honestamente y con puntualidad lo que nos prometimos.

-Pues esta noche enviaré por vos -dijo el corregidor-, y en mi casa os desposaréis con Preciosica, y mañana a mediodía estaréis en la horca, con lo que yo habré cumplido con lo que pide la justicia  y con el deseo de entrambos.

Agradecióselo Andrés, y el corregidor volvió a su casa y dio cuenta a su mujer de lo que con don Juan había pasado, y de otras cosas que pensaba hacer.

En el tiempo que él faltó dio cuenta Preciosa a su madre de todo el discurso de su vida, y de cómo siempre había creído ser gitana y ser nieta de aquella vieja; pero que siempre se había estimado en mucho más de lo que de ser gitana se esperaba. Preguntóle su madre que le dijese la verdad: si quería bien a don Juan de Cárcamo. Ella, con vergüenza y con los ojos en el suelo, le dijo que por haberse considerado gitana, y que mejoraba su suerte con casarse con un caballero de hábito y tan principal como don Juan de Cárcamo, y por haber visto por experiencia su buena condición y honesto trato, alguna vez le había mirado con ojos aficionados; pero que, en resolución, ya había dicho que no tenía otra voluntad de aquella que ellos quisiesen.

Llegóse la noche, y, siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin las esposas y el piedeamigo, pero no sin una gran cadena que desde los pies todo el cuerpo le ceñía. Llegó dese modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en casa del corregidor, y con silencio y recato le entraron en un aposento, donde le dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo y le dijo que se confesase, porque había de morir otro día. A lo cual respondió Andrés:

-De muy buena gana me confesaré, pero ¿cómo no me desposan primero? Y si me han de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo que me espera.

Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo a su marido que eran demasiados los sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser perdiese la vida con ellos. Parecióle buen consejo al corregidor, y así entró a llamar al que le confesaba, y díjole que primero habían de desposar al gitano con Preciosa, la gitana, y que después se confesaría, y que se encomendase a Dios de todo corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.

En efeto, Andrés salió a una sala donde estaban solamente doña Guiomar, el corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero, cuando Preciosa vio a don Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazón y se arrimó al brazo de su madre, que junto a ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo:

-Vuelve en ti, niña, que todo lo que vees ha de redundar en tu gusto y provecho.

Ella, que estaba ignorante de aquello, no sabía cómo consolarse, y la gitana vieja estaba turbada, y los circunstantes, colgados del fin de aquel caso.

El corregidor dijo:

-Señor tiniente cura, este gitano y esta gitana son los que vuesa merced ha de desposar.

-Eso no podré yo hacer si no preceden primero las circunstancias que para tal caso se requieren. ¿Dónde se han hecho las amonestaciones? ¿Adónde está la licencia de mi superior, para que con ellas se haga el desposorio?

-Inadvertencia ha sido mía -respondió el corregidor-, pero yo haré que el vicario la dé.

-Pues hasta que la vea -respondió el tiniente cura-, estos señores perdonen.

Y, sin replicar más palabra, porque no sucediese algún escándalo, se salió de casa y los dejó a todos confusos.

-El padre ha hecho muy bien -dijo a esta sazón el corregidor-, y podría ser fuese providencia del cielo ésta, para que el suplicio de Andrés se dilate; porque, en efeto, él se ha de desposar con Preciosa y han de preceder primero las amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida a muchas amargas dificultades; y, con todo esto, quería saber de Andrés, si la suerte encaminase sus sucesos de manera que sin estos sustos y sobresaltos se hallase esposo de Preciosa, si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés Caballero, o ya don Juan de Cárcamo.

Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:

-Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio y ha descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo, la tuviera en tanto que pusiera término a mis deseos, sin osar desear otro bien sino el del cielo.

-Pues, por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y agora os la doy y entrego en esperanza por la más rica joya de mi casa, y de mi vida, y de mi alma; y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy a doña Costanza de Meneses, mi única hija, la cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.

Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban, y en breves razones doña Guiomar contó la pérdida de su hija y su hallazgo, con las certísimas señas que la gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito y suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento. Abrazó a sus suegros, llamólos padres y señores suyos, besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le pedía las suyas.

Rompióse el secreto, salió la nueva del caso con la salida de los criados que habían estado presentes; el cual sabido por el alcalde, tío del muerto, vio tomados los caminos de su venganza, pues no había de tener lugar el rigor de la justicia para ejecutarla en el yerno del corregidor.

Vistióse don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana; volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la  tristeza de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado. Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque bajase de la querella y perdonase a don Juan, el cual, no olvidándose de su camarada Clemente, le hizo buscar; pero no le hallaron ni supieron dél, hasta que desde allí a cuatro días tuvo nuevas ciertas que se había embarcado en una de dos galeras de Génova que estaban en el puerto de Cartagena, y ya se habían partido.

Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don Francisco de Cárcamo, estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y que sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las bodas. Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase, pero que, ante todas cosas, se había de desposar con Preciosa. Concedió licencia el arzobispo para que con sola una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bienquisto el corregidor, con luminarias, toros y cañas el día del desposorio; quedóse la gitana vieja en casa, que no se quiso apartar de su nieta Preciosa.

Llegaron las nuevas a la Corte del caso y casamiento de la gitanilla; supo don Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano y ser la Preciosa la gitanilla que él había visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por perdido, por saber que no había ido a Flandes; y más, porque vio cuán bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de Azevedo. Dio priesa a su partida, por llegar presto a ver a sus hijos, y dentro de veinte días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas de la ciudad, que hay algunos, y muy buenos, tomaron a cargo celebrar el estraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren.

Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió a la justicia no ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano, y confesó su amor y su culpa, a quien no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia.

 

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