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L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

Dialogos Socráticos                 

 

"Georgias" o sobre la Retórica

 

Argumento
 

Igual a Fedón por la fuerza y elevación moral de las ideas y por el vigor de la dialéctica y por el acertado empleo de la mitología, no tiene Gorgias, sin embargo, su interés dramático. Sócrates sigue representando el primer papel, pero en una situación muy distinta. Y en cuanto a sus adversarios: Gorgias de Leontium, Polos de Agrigento y Callicles de Atenas, distan mucho de inspirar la viva simpatía que sus discípulos. No se debe, pues, esperar una composición tan animada ni tan llena de vida, lo cual no es óbice para que Gorgias sea una de las obras más bellas de Platón.

Su objeto no anuncia desde luego su importancia filosófica: es la Retórica. Pero Platón, como siempre, engrandece y eleva su asunto conducido por el examen de lo que realmente es y de lo que debe ser la retórica a consideraciones superiores acerca de lo justo y lo injusto, de lo bello y de lo feo considerados en ellos mismos; después de la impunidad y del castigo, y por último del bien, no sólo en los discursos de un orador, sino en la vida entera. De estas alturas adonde le ha llevado el buscar los principios que dominan y gobiernan el arte de persuadir, sabe descender sin esfuerzo a todos los estados y a todas las acciones de la vida para aplicar las verdades generales, y después de haber establecido de este modo y en nombre de la razón su doctrina moral, invoca en su apoyo las tradiciones de los pueblos transmitidas de siglo en siglo, bajo la forma de un mito de un sentido no menos profundo que el de Fedón. Tal es el plan general: he aquí la continuación de la discusión.

Sócrates y Chairefon encuentran delante de su casa a Callicles, hospedador de Gorgias y de Polos, que les ofrece presentarlos a los dos extranjeros: en su casa es donde se desarrolla la conversación. El primer cruce de palabras entre Polos y Chairefon y el exordio declamatorio del primero son el preámbulo de la discusión, que no comienza verdaderamente sino en el momento en que Sócrates oye directamente de boca de Gorgias lo que es y lo que enseña. Gorgias es un retórico y enseña la retórica. ¿Cuál es el objeto de la retórica? Los discursos. ¿Toda clase de discursos, como puede pronunciarlos y a propósito de su arte el médico y el maestro de gimnasia? No; solamente los discursos que sin estar mezclados a ninguna acción manual tienen por único fin la persuasión. Éste es, pues, el objetivo de la retórica. Pero ¿qué clase de persuasión?, porque todas las ciencias quieren persuadir de algo. La retórica de lo que persuade es de lo justo y de lo injusto, pero esto no es decir bastante; hay que saber todavía si el orador se dirige a personas instruidas, cuya persuasión se fundará sobre la ciencia, o a ignorantes, a los que habrá que persuadir solamente por la creencia: si debe instruir persuadiendo o solamente persuadir. Porque si no se propone instruir, tampoco tiene necesidad de estar instruido. Pero si no está instruido no podrá ser consultado acerca de la justicia o injusticia de una causa, y entonces, ¿para qué la retórica?

Gorgias no se rinde después de este primer ataque; sostiene que la retórica es por excelencia el arte de persuadir, en el sentido de que da los medios de hacer prevalecer su opinión en todo y contra todos. Puede usarse bien o mal de ella, pero si el orador hace un mal uso de ella, no es a la retórica a la que hay que culpar, sino a él. Vana sutilidad que no se libra de las objeciones de Sócrates. Hay que escoger, en efecto, entre la retórica extraña a la ciencia y a la verdad, que se limita a hacer creer a la plebe ignorante que todo es bueno o malo, justo o injusto, bello o feo, según la necesidad del momento, un arte pérfido e inmoral, y la retórica que se inspira en la verdad, la propaga y persuade con ella. Éste es el punto decisivo.

Supongamos que el orador es instruido: conocedor de la justicia y de la verdad, es justo e incapaz de hacer nada contra su carácter, es decir, de persuadir jamás de la injusticia, la falsía y la fealdad, y ejerce un arte profundamente moral del cual es imposible hacer un mal empleo. Ésta es la retórica según Sócrates, pero no según Gorgias ni Polos; es la que debe ser, pero no la que es. Porque tal como la practican los retóricos, ni siquiera es un arte, sino una rutina, sin mas finalidad que la de procurarse gusto y distracción. Es una de tantas viles prácticas que recomienda la adulación y que fraudulentamente ha logrado ocupar el puesto de las verdaderas artes. Hay, es cierto, ciencias que tienen por objetivo la educación y el perfeccionamiento del alma y del cuerpo: la Política y la Legislación en el orden moral y la Medicina y la Gimnástica en el orden físico. Son artes saludables, que la adulación que acaricia a todos los vicios de la naturaleza humana ha sustituido con simulacros funestos a la salud del cuerpo y del alma, como son la cocina que reemplaza a la medicina, el tocador a la gimnástica, la sofística a la legislación, y la política, por último, a la retórica. Es preciso, pues, tomarla por lo que es, es decir, por una rutina, porque no se basa sobre ningún conocimiento de la naturaleza de las cosas de que trata, no puede dar cuenta de nada y no tiene más finalidad que el placer. El orador que la ejerce no es él mismo más que un adulador despreciable al que ni siquiera se le mira a la cara.

Más atrevido que Gorgias, cuya circunspección retrocedió ante la tesis explícita del interés personal, declara Polos que la fuerza de la retórica está en el poder que da al orador para hacer lo que quiera. Mas ¿qué es hacer lo que se quiere? Es querer lo que aparentemente es ventajoso, porque no hay nadie que no prefiera su conveniencia a todo lo demás. Pero para un hombre desprovisto del sentido de discernir el bien del mal, hay que reconocer que no es un gran poder el de poder hacer lo que le conviene. Es, pues, necesario que el orador esté dotado de buen sentido ante todo, y aun, admitido esto, no está probado que haga lo que quiere. Por lo menos no le ocurre por lo general. El orador, semejante en esto a todos los hombres, haciendo lo que hace de ordinario, no hace lo que quiere, por la razón de que no quiere lo que hace, sino aquello en vista de lo cual hace lo que hace. Es como un enfermo que toma una poción amarga, no porque quiera tomarla, sino porque quiere recobrar la salud. La salud, es decir, en general su bien, he aquí lo que todos quieren verdaderamente. Si el orador, pues, quiere su bien haciendo lo que hace todos los días, hace lo que quiere; si no, no. Y en este caso no tiene poder. Por ejemplo: ¿podrá decirse que el orador hace lo que quiere cuando manda desterrar o matar arbitrariamente a un ciudadano? No, porque hace lo más contrario que hay a su bien, es decir, una injusticia. No es, pues, poderoso, ni siquiera feliz, como les ocurrió a Arquelao, usurpador del trono de Macedonia, y el gran rey de Persia, no obstante poder hacer cuanto les plugo. Porque sólo es feliz en el mundo el hombre que no tiene remordimientos, el hombre honrado. No pensará así quizá la ignorante muchedumbre, pero sí el hombre de buen sentido. Del hombre injusto no es bastante decir que no es dichoso; hay que penetrarse también de esta verdad: que hay un hombre todavía más desgraciado, que es el que comete impunemente la injusticia. Para el culpable, cualquiera que sea, no hay mayor desgracia que escapar al castigo, ni beneficio mayor que sufrir la pena que ha merecido. Sócrates insiste con fuerza en la idea de que es peor y más denigrante cometer una injusticia que ser víctima de ella en nombre de la idéntica naturaleza del mal y de lo feo, de lo bello y del bien. ¿Qué es lo que hace que una cosa sea bella? El placer o la utilidad o bien el placer y la utilidad. ¿De dónde procede la fealdad de una cosa? Del dolor o del mal o bien del dolor y del mal a la vez. Una cosa, por consiguiente, es más bella que otra cuando procura más placer o más bien, o más placer y más bien que ésta; y una cosa es más fea que otra por producir más males o dolor que ésta o más males y dolores simultáneamente. Apliquemos estas premisas a la injusticia cometida y a la injusticia sufrida. Es evidente que cometerla es menos doloroso que sufrirla. Por consiguiente, no es por el dolor sólo ni por el mal y el dolor reunidos por lo que la injusticia cometida se sobrepone a la sufrida. Queda por ver si será por el mal. Pero como en principio lo malo y lo feo son inseparables, es de necesidad que sea más fea la comisión de la injusticia que el sufrirla sólo por el hecho de ser peor.

¿Y cuál es la consecuencia de lo en que hemos venido a parar? Que en nombre del amor al bien y del horror al mal naturales en todos los hombres, no hay ni uno solo, a menos que carezca de buen sentido, que no prefiera sufrir una injusticia a cometerla. Esta conclusión bella por sí misma lo es más aún por el apoyo que presta a la que la sigue: que el mal mayor que cabe imaginar es el no ser castigado cuando se ha merecido serlo. Sócrates se complace en sentar sobre las pruebas más sólidas este esfuerzo supremo de su dialéctica. En efecto, es evidente que es lo mismo sufrir la pena y ser justamente castigado. Pero lo que es justo por sí mismo es bello, y lo que es bello es bueno y útil. La utilidad del castigo proviene, pues, de su justicia. Pero ¿qué utilidad? La misma en el sentido que el hierro y el fuego procuran al enfermo que se entregó en manos del cirujano y ha recobrado la salud. Pero la ventaja que viene del castigo está muy por encima de él, como la superioridad del alma lo está sobre el cuerpo; es la liberación de una enfermedad moral, de la mayor enfermedad: de la injusticia. ¿Será posible no reconocer el bien infinito que es recobrar la salud del alma si se la ha perdido? Pues entonces, ¿cómo negar que la impunidad hace del hombre injusto el más desdichado de los hombres, ya que le obliga a sufrir el peor y más irremediable de los males?

Volviendo rápida pero muy lógicamente al objeto principal de la conversación, define Sócrates el verdadero objetivo de la retórica en armonía con los evidentes principios que manifestó. Debe ser el arte de acusarse a sí mismo y de acusar también a sus parientes y amigos; el arte saludable de invocar sobre su cabeza y sobre todos los que se ama el justo castigo, como el remedio soberano contra las enfermedades del alma. El mayor mal que la retórica puede infligir a quien la ejerce, la mayor venganza que pueda poner en manos de sus enemigos, es cambiarse en el arte de disimular la injusticia, de sustraer un culpable a su pena y de forzarle a vivir presa del mal que devora su alma.

El silencio de Gorgias y de Polos es la mejor confesión de que nada tienen que oponer a esta refutación de la retórica desprovista de principio moral, o lo que es igual, puesta al servicio del interés, tal como ellos la presentaron. Pero Platón tiene cuidado de no dejar sin contestar algunos argumentos de otra naturaleza contrarios a la retórica basada sobre la justicia, argumentos sumamente débiles, pero que si no fueran refutados directamente parecerían tener algún valor. Son los que pone en la boca de Callicles.

Callicles responde que Sócrates acaba de exponer verdaderamente el modo de sentir de los filósofos, pero no el de los políticos. Trata ligera y desdeñosamente la filosofía de estudio, buena sí para formar el espíritu de los jóvenes, pero por lo demás perfectamente inaplicable en la práctica. En la política es preciso resolverse a estar en contradicción con ella y consigo mismo, después de todo, si se piensa como ella, porque una cosa es la teoría y otra la práctica. Si en vez de desde el punto de vista de la ley en el que se ha colocado Sócrates, se miran las cosas desde el punto de vista de la naturaleza, se llega a conclusiones diametralmente opuestas. Es un hecho reconocido, por ejemplo, que los hombres ven más deshonor en ser víctimas de una injusticia que en cometerla, porque es ser tratado como esclavo y humillarse ante alguien más fuerte que uno mismo. Los débiles, incapaces de defenderse solos, han inventado y puesto las leyes por encima de la naturaleza. Pero ¿a quién engañan estas leyes? A pesar de la filosofía y de la legislación, en toda sociedad desempeña el más fuerte el papel más lucido. En estos razonamientos se descubre la eterna presunción de aquellos para quienes los principios nada significan y la experiencia en cambio todo; ellos se llaman positivistas. Su tesis está expresamente presentada aquí con toda su provocante crudeza. ¿Qué?, responde Sócrates; es preciso conocer ante todo el sentido del concepto el más fuerte, que es el más poderoso y el que más interesa saber de la confesión de Callicles. Porque en la sociedad lo más fuerte es el mayor número precisamente, es decir, el pueblo es el que hace las leyes. Si legisla contra la injusticia es porque piensa que es peor cometerla que soportarla. De manera que la ley está perfectamente de acuerdo con la naturaleza en este punto y la tesis positiva queda ya refutada. Callicles quiere corregirse dando solamente a la expresión el más fuerte, el sentido de el mejor. Éste debe mandar a los demás porque es el más sabio, y por lo tanto, debe ser también el más ganancioso. ¿Ganancias de qué? ¿De alimentos, de bebidas, de vestimenta? No, no es esto. Es indispensable que Callicles dé a su pensamiento un nuevo grado de precisión y que diga con claridad qué entiende por el más sabio: es, dice, el que posee la mayor habilidad y el mayor valor para procurarse el poder. Más claro aún: el hombre absolutamente libre de realizar sus deseos y de satisfacer sus pasiones sin restricción y sin medida alguna. Éste es el héroe de la retórica positiva; el hombre más fuerte, el mejor, el más sabio, el más esforzado y más feliz de todos los hombres. Todo lo que no está conforme con este ideal del poder de la oratoria no es más que una ridícula necedad, una convención contraria a la naturaleza.

Pero las objeciones se suceden con increíble abundancia en la boca de Sócrates. Si la felicidad consiste en la satisfacción de los deseos, mientras más sean éstos más feliz se será. También se deduce que la mayor dicha es estar en vida entera con un hambre y una sed extremas y una comezón continua con tal de poder estar comiendo, bebiendo y rascándose a todas horas; consecuencia risible, pero lógica. En segundo lugar, la teoría tiende nada menos que a identificar el placer con el bien. Nada más falso. El signo de identidad entre dos casos es su coexistencia en un mismo objeto, como el signo de su diferencia esencial es la necesidad de existir en alguna parte la una sin la otra. Según esto, ¿no es cierto que un placer no existe sino con la condición de que la necesidad que satisface continúe subsistiendo, como la sed en el placer de apagarla? Y la necesidad, ¿no es un dolor? De aquí se deduce que el dolor y el placer existen simultáneamente, sea en el cuerpo o en el alma. Pero si el placer es el bien, el dolor es el mal, de manera que es preciso admitir que el bien y el mal pueden encontrarse juntos en el mismo sujeto, mientras en la realidad lo contrario es la verdad, puesto que el bien y el mal se excluyen por esencia. En fin, la pretendida identidad del placer y del bien destruye toda diferencia moral entre los hombres, y puesto que todos están llamados a disfrutar en igual medida de los mismos placeres y los mismos dolores, tienen que ser por este concepto igualmente buenos e igualmente malos, y hasta más bien serán mejores los más sensuales y más entregados a toda clase de placeres, por esto mismo, que los temperantes y prudentes.

Y que nadie espere sustraerse a esta detestable consecuencia estableciendo, como hace Callicles, una distinción entre los placeres. Por lo pronto, es una concesión ruinosa y además un arma contra la teoría, porque si se quiere decir que hay placeres útiles que es conveniente buscar y otros nocivos, de los que es preciso huir, se destruye la identidad del placer y del bien. Involuntariamente se conviene en que no es el placer al que hay que buscar por el bien, sino el bien en vista del placer. Pero esta pesquisa exige reflexión y habilidad, todo un arte, en fin, teniendo como objetivo el bien. Consideradas así todas las artes que no tienen más finalidad que el placer, el arte del flautista, del que tañe la lira; el arte mismo del poeta, que compone ditirambos, tragedias o comedias, desde que se propone divertir en vez de instruir, son más perjudiciales que útiles. A este género pertenece la retórica cuando no pretende más que recrear el oído o adular a la opinión. Esto es lo que hace sea tan grande el número de aduladores y tan escaso el de verdaderos oradores. No hay que temer el decir que Temístocles, Milcíades y Pericles mismo no fueron dignos de este nombre, puesto que, lejos de instruir al pueblo, lo dejaron, confesión propia de ellos, más indócil y más corrompido de lo que lo encontraron.

Callicles, a su vez, queda reducido al silencio por esta argumentación vigorosa, y Sócrates, desde este momento, dueño absoluto del campo, llena casi por sí sólo todo el final del diálogo. Acaba con fuerza con su último adversario, sentando como conclusión que la felicidad humana, lejos de residir en la libre satisfacción de las pasiones, consiste en su moderación. La intemperancia precipita al alma en el desorden; la medida establece en ella el orden, la regla, y con ellos la paz interna. El hombre moderado, esclavo voluntario de su deber para con los dioses y sus semejantes, se guarda de los excesos, es justo, prudente, valiente y por lo mismo feliz. Éste es el modelo del orador, que no es verdaderamente grande más que por el bien que puede hacer al pueblo aconsejándole la justicia. La justicia es la norma de toda su vida pública y privada, porque lo que un hombre tal teme más en el mundo no es verse acusado, condenado y conducido a la muerte, sino cometer una injusticia. Su única preocupación es poner su alma al abrigo de toda falta hasta que llegue el instante en que estará dispuesto a comparecer ante los jueces que le esperan.

En apoyo de otros principios que nadie impugna, apela Sócrates, además, a la tradición popular del reparto del universo entre los hijos de Saturno, Júpiter, Neptuno y Plutón, y a la constitución en los infiernos de tres jueces supremos: Minos, Eaco y Radamanto, encargados de decidir sin apelación del destino de las almas del justo y del malvado, según como hubieran vivido; pura fábula, si se quiere, como dice Sócrates, pero fábulas dignas de ser creídas mientras no se encuentra otra mejor. Pero lo que no es fabuloso son los principios que representan la tradición y que proceden de la razón, este guía al que el sabio y el prudente siguen con preferencia a todos los demás.

 

 


Entremos al dialogo:
 

INTERLOCUTORES
 

 
CALLICLES.  
SÓCRATES.  
CHAIREFON.  
GORGIAS.  
POLOS.  




 

CALLICLES.-   Dícese, Sócrates, que en la guerra y en el combate es donde hay que encontrarse a tiempo.

SÓCRATES.-   ¿Venimos entonces, según se dice, a la fiesta y retrasados?

CALLICLES.-   Sí, y a una fiesta deliciosa, porque Gorgias nos ha dicho hace un momento una infinidad de cosas a cuál más bella.

SÓCRATES.-   Chairefon, a quien aquí ves, es el causante de este retraso, Callicles; nos obligó a detenernos en la plaza.

CHAIREFON.-   Nada malo hay en ello, Sócrates; en todo caso remediaré mi culpa. Gorgias es amigo mío, y nos repetirá las mismas cosas que acaba de decir, si quieres, y si lo prefieres lo dejará para otra vez.

CALLICLES.-   ¿Qué dices, Chairefon? ¿No tiene Sócrates deseos de escuchar a Gorgias?

CHAIREFON.-   A esto expresamente hemos venido.

CALLICLES.-   Si queréis ir conmigo a mi casa, donde se aloja Gorgias, os expondrá su doctrina.

SÓCRATES.-   Te quedo muy reconocido, Callicles, pero ¿tendrá ganas de conversar con nosotros? Quisiera oír de sus labios qué virtud tiene el arte que profesa, qué es lo que promete y qué enseña. Lo demás lo expondrá, como dices, otro día.

CALLICLES.-   Lo mejor será interrogarle, porque este tema es uno de los que acaba de tratar con nosotros. Decía hace un momento a todos los allí presentes que le interrogaran acerca de la materia que les placiera, alardeando de poder contestar a todas.

SÓCRATES.-   Eso me agrada. Interrógale, Chairefon.

CHAIREFON.-   ¿Qué le preguntaré?

SÓCRATES.-   Lo que es.

CHAIREFON.-   ¿Qué quieres decir?

SÓCRATES.-   Si su oficio fuera hacer zapatos te contestaría que zapatero. ¿Comprendes lo que pienso?

CHAIREFON.-  Lo comprendo y voy a interrogarle. Dime: ¿es cierto lo que asegura Callicles, de que eres capaz de contestar a todas las preguntas que te puedan hacer?

GORGIAS.-   Sí, Chairefon; así lo he declarado hace un momento, y añado que desde hace muchos años nadie me ha hecho una pregunta que me fuera desconocida.

CHAIREFON.-   Siendo así, contestarás con mucha facilidad.

GORGIAS.-   De ti depende el hacer la prueba.

POLOS.-   Es cierto, pero hazla conmigo, si te parece bien, Chairefon, porque me parece que Gorgias está cansado, pues acaba de hablarnos de muchas cosas.

CHAIREFON.-   ¿Qué es esto, Polos? ¿Te haces ilusiones de contestar mejor que Gorgias?

POLOS.-   ¿Qué importa con tal de que conteste bastante bien para ti?

CHAIREFON.-   Nada importa. Contéstame, pues, ya que así lo quieres.

POLOS.-   Pregunta.

CHAIREFON.-   Es lo que voy a hacer. Si Gorgias fuera hábil en el arte que ejerce su hermano Herodico, ¿qué nombre le daríamos con razón? El mismo que a Herodico, ¿verdad?

POLOS.-   Sin duda.

CHAIREFON.-   Entonces, con razón, le podríamos llamar médico.

POLOS.-   Sí.

CHAIREFON.-  Y si estuviera versado en el mismo arte que Aristofon, hijo de Agaofon, o que su hermano63, ¿qué nombre habría que darle?

POLOS.-   El de pintor, evidentemente.

CHAIREFON.-   Puesto que es muy hábil en cierto arte, ¿qué nombre será el más a propósito para designarle?

POLOS.-   Hay, Chairefon, entre los hombres una porción de artes cuyo descubrimiento ha sido debido a una serie de experiencias, porque la experiencia hace que nuestra vida marche según las reglas del Arte, mientras que la inexperiencia la obliga a marchar al azar. Unos están versados en un arte, otros en otro, cada uno a su manera; las artes mejores son patrimonio de los mejores. Gorgias es uno de éstos y el arte que posee la más bella de todas.

SÓCRATES  Me parece, Gorgias, que Polos está muy acostumbrado a discurrir, pero no cumple la palabra que ha dado a Chairefon.

GORGIAS.-   ¿Por qué, Sócrates?

SÓCRATES.-   No contesta, me parece, a lo que se le pregunta.

GORGIAS.-   Si te parece bien, interrógale tú mismo.

SÓCRATES.-   No; pero si le pluguiera responderme, le interrogaría de buena gana, tanto más cuanto que por lo que he podido oír a Polos es evidente que se ha dedicado más a lo que se llama la retórica que al arte de conversar.

POLOS.-   ¿Por qué razón, Sócrates?

SÓCRATES.-   Por la razón, Polos, de que habiéndote preguntado Chairefon en qué arte es Gorgias hábil, haces el elogio de su arte, como si alguien lo menospreciara, pero no dices cuál es.

POLOS.-   ¿No te he dicho que es la más bella de todas las artes?

SÓCRATES.-   Convengo en ello; pero nadie te interroga acerca de las cualidades del arte de Gorgias. Se te pregunta solamente qué arte es y qué debe decirse de Gorgias. Chairefon te ha puesto en camino por medio de ejemplos, y tú al principio le respondiste bien y concisamente. Dime ahora de igual modo qué arte profesa Gorgias y qué nombre es el que a éste tenemos que darle. O mejor aún: dinos tú mismo, Gorgias, qué calificativo hay que darte y qué arte profesas.

GORGIAS.-   La retórica, Sócrates.

SÓCRATES.-  Entonces ¿hay que llamarte retórico?

GORGIAS.-  Y buen retórico, Sócrates, si quieres llamar me lo que me glorifico de ser64, para servirme de la expresión de Homero.

SÓCRATES.-   Consiento en ello.

GORGIAS.-   Pues bien; llámame así.

SÓCRATES.-  ¿Podremos decir que eres capaz de enseñar este arte a los otros?

GORGIAS.-  Ésta es mi profesión, no sólo aquí, sino en todas partes.

SÓCRATES.-  ¿Quisieras, Gorgias, que continuáramos en parte interrogando y en parte contestando, como estamos haciendo ahora, y que dejemos para otra ocasión los largos discursos, como el que Polos había empezado? Pero, por favor, mantén lo que has prometido y redúcete a dar breves respuestas a cada pregunta.

GORGIAS.-  Hay algunas respuestas, Sócrates, que por necesidad no pueden ser breves. No obstante, haré de manera que sean lo más cortas posibles. Porque una de las cosas de que me lisonjeo es de que nadie dirá las mismas cosas que yo con menos palabras.

SÓCRATES.-   Es lo que debe ser, Gorgias. Hazme ver hoy tu conclusión y otra vez nos desplegarás tu abundancia.

GORGIAS.-  Te contestaré y convendrás conmigo en que no has oído nunca hablar más concisamente.

SÓCRATES.-  Puesto que presumes de ser tan hábil en el arte de la retórica y capaz de enseñarlo a otro, dime cuál es su objeto, como el objeto del arte del tejedor es el de hacer trajes, ¿no es así?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Y la música la composición de cantos?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¡Por Juno, Gorgias!, admiro tus respuestas, que más breves no pueden ser.

GORGIAS.-  También presumo, Sócrates, de mi habilidad en este género.

SÓCRATES.-  Dices bien. Contéstame, te lo ruego, del mismo modo en lo referente a la retórica, y dime cuál es su objeto.

GORGIAS.-  Discursos.

SÓCRATES.-  ¿Qué discursos, Gorgias? ¿Los que explican a los enfermos el régimen que tienen que observar para restablecerse?

GORGIAS.-  No.

SÓCRATES.-  ¿La retórica no tiene entonces por objeto toda clase de discursos?

GORGIAS.-  No, sin duda.

SÓCRATES.-  Sin embargo, ¿enseña a hablar?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Pero la medicina, que he citado como ejemplo, ¿no pone a los enfermos en disposición de pensar y de hablar?

GORGIAS.-  Necesariamente.

SÓCRATES.-  La medicina, según las apariencias, ¿tiene también por objeto los discursos?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Los que conciernen a las enfermedades?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿No tiene igualmente por objeto la gimnasia los discursos referentes a la buena y mala disposición del cuerpo?

GORGIAS.-  Es cierto.

SÓCRATES.-  Lo mismo puede decirse de las demás artes: cada una de ellas tiene por objeto los discursos relativos al asunto que se ejerce.

GORGIAS.-  Parece qué sí.

SÓCRATES.-  Entonces ¿por qué no llamas retórica a las otras artes que también tienen por objeto los discursos, puesto que das este nombre a un arte cuyo objeto son los discursos?

GORGIAS.-  Es porque todas las otras artes, Sócrates, no se ocupan más que de obras manuales y de otras producciones semejantes, mientras que la retórica no produce ninguna obra manual y todo su efecto y su virtud están en los discursos. He aquí por qué digo que la retórica tiene por objeto los discursos y pretendo que con esto digo la verdad.

SÓCRATES.-  Creo comprender lo que quieres designar por este arte, pero lo veré más claro dentro de un instante. Contéstame: ¿hay artes, verdad?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Entre todas las artes, unas consisten, principalmente, me figuro, en la acción, y necesitan de muy pocos discursos; algunas ni siquiera uno, pero su obra puede terminarse en el silencio, como la pintura, la escultura y muchas otras. Tales son, a mi modo de ver, las artes que dices no tienen ninguna relación con la retórica.

GORGIAS.-  Has comprendido perfectamente mi pensamiento, Sócrates.

SÓCRATES.-  Hay, por el contrario, otras artes que ejecutan todo lo que es de su resorte por el discurso y no tienen necesidad de ninguna o casi ninguna acción. Por ejemplo: la aritmética, el arte de calcular, la geometría, el juego de dados y muchas otras artes, de las que algunas requieren tantas palabras como acción y la mayor parte más, tanto que toda su fuerza y todo su efecto están en los discursos. A este número me parece que dices pertenece la retórica.

GORGIAS.-  Es cierto.

SÓCRATES.-  Tu intención, me figuro, no será, sin embargo, la de dar el nombre de retórica a ninguna de estas artes; como no sea que, como has dicho expresamente que la retórica es un arte cuya virtud consiste toda en el discurso, pretendieras que alguno quisiera tomar a broma tus palabras para hacerte esta pregunta: Gorgias, ¿das el nombre de retórica a la aritmética? Pero a mí no se me ocurre que llamas así a la aritmética ni a la geometría.

GORGIAS.-  Y no te engañas, Sócrates, si aceptas mi pensamiento como debe ser aceptado.

SÓCRATES.-  Entonces acaba de contestar a mi pregunta. Puesto que la retórica es una de estas artes que tanto empleo hacen del discurso y que muchas otras están en el mismo caso, procura decirme por relación en qué consiste toda la virtud de la retórica en el discurso. Si refiriéndose a una de las artes que acabo de nombrar me preguntara alguien: Sócrates, ¿qué es la numeración?, le contestaría, como tú has hecho hace un momento, que es un arte cuya virtud está en el discurso. Y si me preguntara de nuevo: ¿Con relación a qué?, le respondería que con relación al conocimiento de lo par y de lo impar, para saber cuántas unidades hay en lo uno y en lo otro. Y de igual manera si me preguntara: ¿Qué entiendes por el arte de calcular?, porque le diría también es una de las artes cuya fuerza toda consiste en el discurso. Y si continuara preguntándome: ¿Con relación a qué?, le contestaría que el arte de calcular tiene casi todo común con la numeración, puesto que tiene el mismo objeto, saber lo par y lo impar, pero que hay la diferencia de que el arte de calcular considera cuál es la relación de lo par y de lo impar entre sí, relativamente a la cantidad. Si me preguntaran por la Astronomía, y después de haber contestado que es un arte que ejecuta por el discurso todo lo que le incumbe, añadieran: ¿A qué se refieren los discursos de la astronomía?, les respondería que al movimiento de los astros, del Sol y de la Luna y que explican en qué proporción está la velocidad de su carrera.

GORGIAS.-  Y responderías muy bien, Sócrates.

SÓCRATES.-  Contéstame de igual manera, Gorgias. La retórica es una de esas artes que ejecutan y acaban todo por el discurso, ¿no es cierto?

GORGIAS.-  Es verdad.

SÓCRATES.-  Dime, pues, cuál es el objeto con el cual se relacionan los discursos que emplea la retórica.

GORGIAS.-  Los más grandes e importantes asuntos humanos, Sócrates.

SÓCRATES.-  Lo que dices, Gorgias, es una cosa que está en controversia y acerca de la cual todavía nada hay decidido. Porque habrás oído cantar en los banquetes la canción cuando los convidados enumeran los bienes de la vida diciendo que el primero es disfrutar de buena salud, el segundo ser hermoso y el tercero ser rico sin injusticia, como dice el autor de la canción65.

GORGIAS.-  Lo he oído, pero ¿a propósito de qué me lo dices?

SÓCRATES.-  Porque los artesanos de estos bienes cantados por el poeta, a saber, el médico, el maestro de gimnasia y el economista se apresurarán a alinearse en filas contigo, y el médico me dirá el primero: Sócrates, Gorgias te engaña. Su arte no tiene por objetivo el mayor de los bienes del hombre; es el mío. Si yo le preguntara: ¿Quién eres tú para hablar de esta manera? Soy médico, me respondería. ¿Y qué pretendes? ¿Que el mayor de los bienes es el fruto de tu arte? ¿Puede alguien discutirlo, Sócrates, me respondería, puesto que produce la salud? ¿Hay algo que los hombres prefieren a la salud? Después de éste vendría el maestro de gimnasia, que me diría Sócrates, mucho me sorprendería que Gorgias pudiera mostrarte algún bien derivado de su arte que resulte mayor que el que resulta del mío. Y tú, amigo mío, replicaría yo, ¿quién eres y cuál es tu profesión? Soy el maestro de gimnasia, replicaría, y mi profesión la de hacer robusto y hermoso el cuerpo humano. El economista llegaría después que el maestro de gimnasia y menospreciando todas las otras profesiones, me figuro que me diría: Juzga por ti mismo, Sócrates, si Gorgias o cualquier otro puede proporcionar bienes mayores que la riqueza. Qué, le diríamos, ¿eres el artesano de la riqueza? Sin duda, nos respondería: soy el economista. Y qué, le diríamos, ¿crees acaso que la riqueza es el mayor de los bienes? Seguramente, replicaría. Sin embargo, diría yo, Gorgias, aquí presente, pretende que su arte produce un bien mayor que el tuyo. Es evidente que me preguntaría ¿Qué gran bien es ése? Que Gorgias se explique. Imagínate, Gorgias, que ellos y yo te hacemos la misma pregunta, y dime en qué consiste lo que llamas el mayor bien del hombre que te vanaglorias de producir.

GORGIAS.-  Es, en efecto, el mayor de todos los bienes aquel a quien los hombres deben su libertad y hasta en cada ciudad la autoridad sobre los otros ciudadanos.

SÓCRATES.-  Pero vuelvo a decirte: ¿cuál es?

GORGIAS.-  A mi modo ver, el de estar apto para persuadir con sus discursos a los jueces en los tribunales, a los senadores en el Senado, al pueblo en las asambleas; en una palabra, a todos los que componen toda clase de reuniones políticas. Este talento pondrá a tus pies al médico y al maestro de gimnasia y se verá que el economista se habrá enriquecido no para él, sino para otro, para ti, que posees el arte de hablar y ganar el espíritu de las multitudes.

SÓCRATES.-  Por fin, Gorgias, me parece que me has mostrado tan de cerca como es posible qué arte piensas es la retórica, y si te he comprendido bien, dices que es la obrera de la persuasión, ya que tal es el objetivo de todas sus operaciones y que en suma no va más allá. ¿Podrías probarme, en efecto, que el poder de la retórica va más allá que de hacer nacer la persuasión en el alma de los oyentes?

GORGIAS.-  De ningún modo, y a mi modo de ver la has definido muy acertadamente, puesto que verdaderamente a esto sólo se reduce.

SÓCRATES.-  Escúchame, Gorgias. Si hay alguien que hablando con otro esté ansioso de comprender bien la cosa de que se habla, puedes estar seguro de que me lisonjeo de ser uno, y me figuro lo mismo de ti.

GORGIAS.-  ¿Qué quieres decir con esto?

SÓCRATES.-  Escúchalo: sabes que no concibo de ninguna manera de qué naturaleza es la persuasión que atribuyes a la retórica ni por qué motivo se verifica esta persuasión; no es que no sospeche de lo que quieres hablar. Pero no por esto dejaré de preguntarme qué persuasión nace de la retórica y acerca de qué. Si te interrogo en vez de hacerte partícipe de mis conjeturas, no es por causa tuya, sino, en vista de esta conversación, a fin de que avance de manera que conozcamos claramente el asunto de que tratamos. Mira tú mismo si crees que tengo motivos para interrogarte. Si te preguntara en qué clase de pintores está Zeuxis y tú me contestaras que en la de pintores de animales, ¿no tendría yo razón si te preguntara, además, qué clase de animales pinta y sobre qué?

GORGIAS.-  Sin duda.

SÓCRATES.-  ¿No es porque también hay otros pintores que pintan animales?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  De manera que si Zeuxis fuera el único que los pintara, me habrías contestado bien.

GORGIAS.-  Seguramente.

SÓCRATES.-  Dime, pues, refiriéndome a la retórica: ¿te parece que es la única que motiva la persuasión o hay otras que hacen lo mismo? Éste es mi pensamiento. El que enseña cualquier cosa que sea, ¿persuade de lo que enseña o no?

GORGIAS.-  Persuade con toda seguridad, Sócrates.

SÓCRATES.-  Volviendo a las mismas artes de que ya se ha hecho mención, ¿no nos enseñan la aritmética y el aritmético lo concerniente a los números?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Y no persuaden al mismo tiempo? La aritmética, por lo tanto, es una obrera de la persuasión.

GORGIAS.-  Apariencia de ello tiene.

SÓCRATES.-  ¿Y si nos preguntaran en qué persuasión y de qué? Diríamos que es la que enseña la cantidad del número, sea par o impar. Aplicando la misma respuesta a las demás artes de que hablamos nos sería fácil demostrar que producen la persuasión y señalar la especie y el objeto. ¿No es cierto?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  La retórica no es, pues, el único arte cuya obra es la persuasión.

GORGIAS.-  Dices la verdad.

SÓCRATES.-  Por consiguiente, puesto que no es la única que produce la persuasión y que otras artes consiguen lo mismo, tenemos derecho a preguntar, además, de qué persuasión es arte la retórica y de qué persuade esta persuasión. ¿No juzgas que esta pregunta está muy en su lugar?

GORGIAS.-  Desde luego, sí.

SÓCRATES.-  Ya que piensas así, respóndeme.

GORGIAS.-  Hablo, Sócrates, de la persuasión que tiene lugar en los tribunales y las asambleas públicas, como decía ha muy poco, y en lo referente a las cosas justas e injustas.

SÓCRATES.-  Sospechaba que tenías en vista, en efecto, esta persuasión y estos objetos, Gorgias. Pero no quise decirte nada para que te sorprendiera si en el curso de esta conversación te interrogara acerca de cosas que parecen evidentes. No es por ti, ya te lo he dicho, que procedo de esta manera, sino a causa de la discusión, a fin de que marche como es preciso y que por simples conjeturas no tomemos la costumbre de prevenir y adivinarnos los pensamientos mutuamente, pero acaba tu discurso como te plazca, y siguiendo los principios que establezcas tú mismo.

GORGIAS.-  Nada me parece tan sensato como esta conducta.

SÓCRATES.-  Pues entonces, adelante, y examinemos todavía esto otro. ¿Admites lo que se llama saber?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Y lo que se llama creer?

GORGIAS.-  También lo admito.

SÓCRATES.-  ¿Te parece que saber y creer, la ciencia y la creencia, son la misma cosa o dos diferentes?

GORGIAS.-  Pienso, Sócrates, que son dos diferentes.

SÓCRATES.-  Piensas acertadamente, y podrás juzgar por lo que te voy a decir. Si te preguntaran, Gorgias, ¿hay una creencia verdadera y una falsa? Convendrías, sin duda, en que sí.

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Y hay también una ciencia falsa y una verdadera?

GORGIAS.-  No.

SÓCRATES.-  Entonces es evidente que creer y saber no son la misma cosa.

GORGIAS.-  Ciertamente.

SÓCRATES.-  Sin embargo, los que saben están persuadidos lo mismo que los que creen.

GORGIAS.-  Convengo en ello.

SÓCRATES.-  ¿Quieres que, consecuentes a esto, admitamos dos especies de persuasión, una que produce la creencia sin la ciencia y otra que produce la ciencia?

GORGIAS.-  Sin duda.

SÓCRATES.-  De estas dos persuasiones, ¿cuál es la que con la retórica opera en los tribunales y otras asambleas con motivo de lo justo y de lo injusto? ¿Con aquella de la que nace la creencia sin la ciencia o la que engendra la ciencia?

GORGIAS.-  Es evidente, Sócrates, que con la que engendra la ciencia.

SÓCRATES.-  La retórica, a lo que parece, es, pues, obrera de la persuasión que hace creer y no de la que hace saber en lo tocante a lo justo y lo injusto.

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  El orador, pues, no se propone instruir a los tribunales y a las otras asambleas acerca de la materia de lo justo y de lo injusto, sino únicamente conseguir que crean. Verdad es que en tan poco tiempo le sería imposible instruir a tanta gente en objetos tan importantes.

GORGIAS.-  Sin duda.

SÓCRATES.-  Admitido esto; veamos, te ruego, lo que puede pensarse de la retórica. En cuanto a mí, te diré que todavía no puedo formarme una idea precisa de lo que de ella debo decir. Cuando una ciudad se reúne para escoger médicos, constructores de embarcaciones o toda clase de obreros, ¿no es verdad que el orador no tendrá necesidad de dar consejos, puesto que es evidente que en estas elecciones se escogerá siempre al más experto? Ni cuando se trate de la construcción de murallas, de puertos o de arsenales serán necesarios discursos, porque se consultará sólo a los arquitectos, ni cuando se deliberara acerca de la elección de un general a las órdenes del cual se irá a combatir al enemigo, porque en estas ocasiones serán los hombres de guerra los que tendrán la palabra, y los oradores no serán consultados. ¿Qué piensas, Gorgias? Puesto que te dices orador y capaz de formar otros oradores, a nadie mejor que a ti puedo dirigirme para conocer a fondo tu arte. Figúrate, además, que estoy trabajando aquí por tus intereses. Es posible que entre los que aquí están haya quienes deseen ser discípulos tuyos, porque sé de muchos que tienen gana de ello y no se atreven a interrogarte. Persuádete, pues, de que cuando te interrogo es como si ellos mismos te preguntasen: ¿Qué ganaríamos, Gorgias, si nos dieras lecciones? ¿Acerca de qué estaríamos en estado de dar consejo a nuestros conciudadanos? ¿Será solamente de lo justo y de lo injusto, o además de los objetos de que Sócrates acaba de hablar? Intenta responderles.

GORGIAS.-  Sócrates, voy, en efecto, a ensayar de desarrollarte por entero toda la virtud de la retórica, porque me has puesto admirablemente en camino para ello. Tú sabes seguramente que en los arsenales de Atenas las murallas y los puertos se construyeron en parte siguiendo los consejos de Temístocles y en parte según los de Pericles, y no escuchando a los obreros.

SÓCRATES.-  Sé, Gorgias, que se dice eso de Temístocles. De lo de Pericles lo vi yo mismo, cuando aconsejó a los atenienses levantaran la muralla que separa a Atenas del Pireo.

GORGIAS.-  Así ves, pues, Sócrates, que cuando se trata de tomar un partido en los asuntos de que hablabas son los oradores los que aconsejan y su opinión es la que decide.

SÓCRATES.-  Esto es lo que me asombra y es la causa de que te interrogue hace tanto tiempo acerca de la eficacia de la retórica. Me parece maravillosamente grande considerada desde este punto de vista.

GORGIAS.-  Si supieras todo, verías que la retórica abarca, por decirlo así, la virtud de todas las otras artes. Voy a darte una prueba muy convincente de ello. He ido a menudo con mi hermano y otros médicos a ver enfermos que no querían tornar una poción o tolerar que se les aplicara el hierro o el fuego. En vista de que el médico no corregiría nada, intenté convencerlos sin más recursos que los de la retórica, y lo conseguí. Añado que si un orador y un médico se presentan en una ciudad y que se trate de una discusión de viva voz ante el pueblo reunido o delante de cualquier corporación acerca de la preferencia entre el orador y el médico, no se hará caso ninguno de éste, y el hombre que tiene el talento de la palabra será escogido, si se propone serlo. En consecuencia, igualmente con un hombre de cualquier otra profesión se hará preferir al orador antes que otro, quienquiera que sea, porque no hay materia alguna de la que no hable en presencia de una multitud de una manera tan persuasiva como no podrá igualarle cualquier otro artista. La ciencia de la retórica es, pues, tan grande y tal como acabo de decir. Pero es preciso, Sócrates, hacer uso de la retórica como de los demás ejercicios, porque aunque se haya aprendido el pugilato, el pancracio y el combate con armas pesadas de manera de poder vencer a amigos y enemigos, no se debe por esto servirse de ellos contra todo el mundo ni herir a sus amigos, golpearlos o matarlos. Pero también es cierto que no se debe tomar aversión a la gimnasia ni desterrar de las ciudades a los maestros de ella y de esgrima porque alguno que haya frecuentado los gimnasios y héchose en ellos un cuerpo robusto y vuelto un buen luchador maltratara y golpeara a sus padres o a cualquiera de sus parientes o amigos. Los maestros preparan a sus discípulos a fin de que hagan un buen uso de lo que aprenden defendiéndose contra sus enemigos y contra los malvados, pero no para el ataque. Y si estos discípulos, por el contrario, usan mal de su fuerza y de su habilidad en contra de la intención de sus maestros, no se deduce de ello que ni los maestros ni el arte que enseñan sean malos ni que sobre ellos haya de recaer la culpa, sino sobre los que abusan de lo que se les enseñó. El mismo juicio puede emitirse acerca de la retórica. El orador, en verdad, está en estado de hablar de todo y contra todos, de manera que estará más apto que nadie para persuadir a la multitud en un momento dado del asunto que le placerá. Mas esto no es una razón para que prive a los médicos de su reputación ni tampoco a los artesanos por el hecho de poder hacerlo. Al contrario: se debe usar de la retórica como de los otros ejercicios con arreglo a la justicia. Y si alguno que se haya formado en el arte de la oratoria abusa de esta facultad y de este arte para cometer una acción injusta, no se tendrá derecho por esto, me parece, a odiar y desterrar de la ciudad al maestro que le dio lecciones. Porque si puso un arte en sus manos fue para que lo empleara en pro de las causas justas y el otro lo empleó de un modo enteramente opuesto. Él, el discípulo que ha abusado del arte, es el que la equidad quiere que sea aborrecido, expulsado y condenado a muerte, pero no el maestro.

SÓCRATES.-  Estoy pensando, Gorgias, en que has asistido como yo a muchas disputas y que habrás observado una cosa, que es que cuando los hombres se proponen conversar les cuesta mucho trabajo fijar de una y otra parte las ideas y determinar la conversación después de haberse instruido a sí mismos y a los demás. Pero cuando surge entre ellos alguna controversia y uno pretende que el otro habla con poca exactitud o claridad, se enojan y se imaginan que se los contradice por envidia y que se habla por espíritu de disputa y no con intención de esclarecer la materia propuesta. Algunos acaban injuriándose groseramente y separándose después de haberse dicho tales cosas, que los oyentes se lamentan de haber sido el auditorio de gente semejante. Pero ¿a propósito de qué digo esto? Pues que me parece que no hablas de una manera consecuente a lo que referente a la retórica dijiste antes, temo que si te refuto puedas figurarte que mi intención no es la de disputar acerca de la cosa misma, a fin de aclararla, sino por hacerte la contra. Si tienes, pues, el mismo carácter que yo, te interrogaré con gusto; si no, no iré más lejos. Pero ¿cuál es mi carácter? Soy de los que gustan de que se los refute cuando no dicen la verdad y de refutar a los otros cuando se apartan de ella, complaciéndome tanto en refutar como en ser refutado. Considero, en efecto, que es un bien mucho mayor el ser refutado, porque es más ventajoso verse libre del mayor de los males que librar a otro de él. No conozco, además, que exista mayor mal para un hombre que el de tener ideas falsas en la materia que tratamos. Si dices que la disposición de tu espíritu es igual a la mía, prosigamos la conversación, y si crees que debemos darla por terminada, consiento y sea como quieras.

GORGIAS.-  Me lisonjeo, Sócrates, de ser uno de esos a quienes has retratado; sin embargo, tenemos que guardar consideración a los que nos escuchan. Mucho tiempo antes de que vinieras les había ya explicado muchas cosas, y si ahora reanudamos la conversación puede ser que nos lleve muy lejos. Conviene, pues, que pensemos en los oyentes y no retener al que tenga cualquier otra cosa que hacer.

CHAIREFON.-  Estáis oyendo, Gorgias y Sócrates, el ruido que hacen todos los presentes para testimoniaros el deseo que tienen de escucharon si continuáis hablando. De mí puedo aseguraros que quieran los dioses que nunca tenga asuntos tan importantes y urgentes que me obliguen a dejar de escuchar una discusión tan interesante y bien llevada por algo que sea más necesario.

CALLICLES.-  ¡Por todos los dioses!, tiene razón Chairefon. He asistido a muchas de estas conversaciones, pero no sé si alguna me ha deleitado tanto como ésta. Por esto me obligaríais a inmensa gratitud si quisierais estar hablando todo el día.

SÓCRATES.-  Si Gorgias quiere, no encontrarás en mí, Callicles, ningún obstáculo a tu deseo.

GORGIAS.-  Sería bochornoso para mí si no consintiera, Sócrates, sobre todo después de haber dicho que me comprometía a contestar a todo el que quiera interrogarme. Continuaremos, pues, la conversación, si la compañía tiene gusto en ello, y propónme lo que juzgues a propósito.

SÓCRATES.-  Escucha, Gorgias, lo que me sorprende de tu discurso. Es posible que hayas dicho la verdad y yo no te haya comprendido bien. Dices que estás en disposición de formar un hombre en el arte oratorio, si quiere tomar tus lecciones, ¿no es así?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Es decir, que le harás capaz de hablar de todo de una manera plausible ante la multitud, no enseñando sino persuadiendo, ¿verdad?

GORGIAS.-  Sí, eso dije.

SÓCRATES.-  Y añadiste, en consecuencia, que tocante a la salud del cuerpo hará el orador que le crean más que al médico.

GORGIAS.-  Lo dije, es cierto, con tal que se dirija a las multitudes.

SÓCRATES.-  Por multitudes entiendes indudablemente a los ignorantes, porque aparentemente el orador no tendrá ventaja sobre el médico ante personas instruidas.

GORGIAS.-  Es cierto.

SÓCRATES.-  Si es más capaz de persuadir que el médico. persuadirá mejor que el que sabe.

GORGIAS.-  Sin duda.

SÓCRATES.-  ¿Aunque él mismo no sea médico?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Pero el que no es médico ¿no ignora las cosas en las que el médico es un sabio?

GORGIAS.-  Es evidente.

SÓCRATES.-  El ignorante será, pues, más apto que el sabio para persuadir a los ignorantes, si es cierto que el orador está más capacitado que el médico para persuadir. ¿No es esto lo que se deduce de lo dicho o es otra cosa?

GORGIAS.-  En el caso presente es lo que resulta.

SÓCRATES.-  Esta ventaja del orador y de la retórica ¿no es la misma con relación a las otras artes? Quiero decir si no es necesario que se instruya de la naturaleza de las cosas y que baste que invente cualquier medio de persuasión de manera que parezca a los ojos de los ignorantes más sabio que los que poseen esas artes.

GORGIAS.-  ¿No es muy cómodo, Sócrates, no tener necesidad de aprender más arte que éste para no tener que envidiar en nada a los otros artesanos?

SÓCRATES.-  Examinaremos en seguida, suponiendo que nuestro tema lo exija, si en esta cualidad el orador es superior o inferior a los otros. Pero antes veamos si con relación a lo justo y a lo injusto, a lo bueno y a lo malo y a lo honrado y a lo que no lo es se encuentra el orador en el mismo caso que con relación a lo que es saludable para el cuerpo y para los objetos de los demás: de manera que ignore lo que es bueno o malo, justo o injusto, honrado o no, y que acerca de estos objetos se haya imaginado solamente algún expediente para persuadir y parecer ante los ignorantes más instruido que los sabios acerca de ello y a pesar de ser él un ignorante. Veamos si es necesario que el que quiera aprender la retórica sepa todo esto y lo practique hábilmente antes de tomar tus lecciones, o si en el caso de no tener ningún conocimiento, tú, que eres maestro de retórica, no le enseñarás nada de estas cosas que nos atañen o si harás de manera que no sabiéndolas parezca que las sabe y que pase por hombre de bien sin serlo; o si no podrás absolutamente enseñarle la retórica a menos que no haya aprendido anticipadamente la verdad acerca de estas materias. ¿Qué piensas de esto, Gorgias? En nombre de Júpiter, explícanos, como nos prometiste hace un momento, toda la virtud de la retórica.

GORGIAS.-  Pienso, Sócrates, que aunque no supiera nada de todo eso, lo aprendería a mi lado.

SÓCRATES.-  Detente, no sigas. Respondes muy bien. Si tienes que hacer de alguno un orador, es absolutamente preciso que conozca lo que es justo y lo injusto, sea que lo haya aprendido antes de ir a tu escuela o que se lo enseñes tú.

GORGIAS.-  Evidentemente.

SÓCRATES.-  Pero dime: el que ha aprendido el oficio de carpintero, ¿es carpintero o no?

GORGIAS.-  Lo es.

SÓCRATES.-  Y cuando se ha aprendido música, ¿se es músico?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Y cuando se ha aprendido la medicina ¿no se es médico? En una palabra, cuando con relación a todas las otras artes se ha aprendido lo que les pertenece, ¿no se es lo que debe ser el que ha estudiado cada una de estas artes?

GORGIAS.-  Convengo en que sí.

SÓCRATES.-  Por la misma razón, pues, el que haya aprendido lo que corresponde a la justicia, es justo.

GORGIAS.-  Sin duda alguna.

SÓCRATES.-  Entonces es de necesidad que el orador sea justo y que el hombre justo quiera que sus acciones sean justas.

GORGIAS.-  Al menos así parece.

SÓCRATES.-  El hombre justo no querrá, pues, cometer ninguna injusticia.

GORGIAS.-  Es una conclusión necesaria.

SÓCRATES.-  ¿No se deduce necesariamente de lo que se ha dicho, que el orador es justo?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  El orador, por consiguiente, no cometerá jamás una injusticia.

GORGIAS.-  Parece que no.

SÓCRATES.-  ¿Recuerdas haber dicho un poco antes que no había que achacar la culpa ni expulsar de las ciudades a los maestros de gimnasia porque un atleta hubiese abusado del pugilato y cometido una acción injusta? Del mismo modo, si algún orador hace un mal uso de la retórica, no se debe hacer recaer la falta sobre su maestro ni desterrarlo del Estado, peto sí hacerla recaer sobre el autor mismo de la injusticia que no usó de la retórica como debía. ¿Dijiste esto o no?

GORGIAS.-  Efectivamente, lo he dicho.

SÓCRATES.-  ¿Acabamos de ver o no que este mismo orador es incapaz de cometer una injusticia?

GORGIAS.-  Acabamos de verlo.

SÓCRATES.-  ¿Y no dijiste desde el principio, Gorgias, que la retórica tiene por objeto los discursos que tratan, no de lo par y de lo impar, sino de lo justo y de lo injusto? ¿No es cierto?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Al oírte hablar de esta manera, supuse que la retórica no podía ser nunca una cosa injusta, puesto que sus discursos se refieren siempre a la justicia. Pero cuando te he oído decir poco después que el orador podía hacer un mal uso de la retórica, me sorprendí. Y esto es lo que me hizo decirte que, si considerabas como yo que era una ventaja ser refutado, podríamos continuar la discusión y si no, dejarla. Habiéndonos puesto en seguida a estudiar el asunto, ves tú mismo que hemos acordado que el orador no puede usar injustamente de la retórica al querer cometer una injusticia. Y ¡por el perro!, Gorgias, el examinar a fondo lo que hay que pensar acerca de esto, no es materia para una breve conversación.

POLOS.-  ¡Pero, Sócrates! ¿Tienes realmente de la retórica la opinión que acabas de decir? ¿O no crees más bien que Gorgias se ha avergonzado de confesar que el orador no conoce lo justo, ni lo injusto, ni lo bueno, y que si se va a él sin estar versado en estas cosas no las enseñaría? Esta confesión será probablemente la causa del desacuerdo en que ha incurrido y que tú aplaudes por haber llevado la cuestión a esta clase de pregunta. Pero ¿piensas que haya en el mundo quien confiese que no tiene ningún conocimiento de la justicia y que no puede instruir en ella a los otros? En verdad, encuentro sumamente extraño llevar el discurso a semejantes simplezas.

SÓCRATES.-  Has de saber, Polos encantador, que procuramos tener hijos y amigos para que cuando nos volvamos viejos y demos algún paso en falso, vosotros, los jóvenes, nos ayudéis a levantarnos y lo mismo a nuestras acciones y discursos. Si Gorgias y yo nos hemos engañado en todo lo que hemos dicho, corrígenos. Te lo debes a ti mismo. Si en todo lo que hemos reconocido hay algún acuerdo que te parezca mal acordado, te permito que insistas en él y que lo reformes como gustes, con tal de que tengas cuidado de una cosa.

POLOS.-  ¿De qué?

SÓCRATES.-  De contener tu afán de pronunciar largos discursos, afán al que estuviste a punto de sucumbir al comenzar esta conversación.

POLOS.-  ¡Cómo! ¿No podré hablar todo el tiempo que me parezca?

SÓCRATES.-  Sería tratarte muy mal, querido mío, si habiendo venido a Atenas, el sitio de Grecia donde se tiene más libertad para hablar, fueras el único a quien se le privara de este derecho. Pero ponte en mi lugar. Si discurres a tu placer y te niegas a contestar con precisión a lo que te propongan, ¿no habría motivo para que me compadecieran a mi vez si no me permitieran marcharme sin escucharte? Por esto, si tienes algún interés en la disputa precedente y quieres rectificar algo, vuelve, como te he dicho, al punto que quieras, interrogando y respondiendo a tu vez, como hemos Gorgias y yo, combatiendo mis razones y permitiéndome combatir las tuyas. Me figuro que pretendes saber las mismas cosas que Gorgias. ¿No es cierto?

POLOS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Por consiguiente, te brindas a contestar a cualquiera que quiera interrogarte sobre toda materia, creyéndote en disposición de satisfacerle.

POLOS.-  Con seguridad.

SÓCRATES.-  Pues bien, escoge lo que prefieras: interroga o responde.

POLOS.-  Acepto tu proposición; respóndeme, Sócrates. Puesto que te figuras que Gorgias se ve apurado para explicarte lo que es la retórica, dinos lo que tú piensas que es.

SÓCRATES.-  ¿Me preguntas qué clase de arte es la retórica a mi modo de ver?

POLOS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Si te he de ser franco, Polos, te diré que no la tengo por un arte.

POLOS.-  ¿Por qué la tienes entonces?

SÓCRATES.-  Por algo que tú lisonjeas de haber convertido en arte en un escrito que leí ha poco.

POLOS.-  ¿Y qué más todavía?

SÓCRATES.-  Por una especie de rutina.

POLOS.-  ¿La retórica a tu modo de ver es una rutina?

SÓCRATES.-  Sí, a menos que tengas tú otra idea de ella.

POLOS.-  ¿Y qué objeto tiene esta rutina?

SÓCRATES.-  Procurar agrado y placeres.

POLOS.-  ¿No juzgas que la retórica es algo bello, puesto que pone en estado de agradar y procurar placeres a los hombres?

SÓCRATES.-   ¿No te he dicho ya lo que entiendo es la retórica para que me preguntes, como estás haciendo, si no me parece bella?

POLOS.-  ¿No te he oído decir que es una especie de rutina?

SÓCRATES.-  Puesto que tanta importancia das a lo que se llama agradar y procurar un placer, ¿quisieras hacerme uno muy pequeño?

POLOS.-  Con mucho gusto.

SÓCRATES.-  Pregúntame si considero a la cocina como un arte.

Polos.-  Consiento en ello. ¿Qué arte es el de la cocina?

SÓCRATES.-  Ninguno, Polos.

POLOS.-  ¿Qué es entonces? Habla.

SÓCRATES.-  Vas a oírlo: una especie de rutina.

POLOS.-  Dime, ¿cuál es su objeto?

SÓCRATES.-  Helo aquí: agradar y procurar placeres.

POLOS.-  ¿La retórica y la cocina son la misma cosa?

SÓCRATES.-  Absolutamente no, pero las dos forman parte de la una misma profesión.

POLOS.-  ¿De cuál, si lo tienes a bien?

SÓCRATES.-  Temo que sea demasiado grosero contestarte categóricamente y no me atrevo a hacerlo por Gorgias, por miedo de que se figure que quiero ridiculizar su profesión. En cuanto a mí, ignoro si la retórica que profesa Gorgias es la que me figuro, tanto más cuanto que la disputa precedente no nos ha descubierto claramente lo que piensa. Y refiriéndome a lo que llamo retórica te diré que es una parte de una cosa que nada tiene de bella.

GORGIAS.-  ¿De qué cosa? Dilo, Sócrates, y no temas ofenderme.

SÓCRATES.-  Me parece, Gorgias, que es cierta profesión en la que el arte en verdad no interviene nada, pero que supone en un alma el talento de la conjetura, valor y grandes disposiciones naturales para conversar con los hombres. Llamo adulación a la especie en que está comprendida. Esta especie me parece estar dividida en qué se yo cuántas partes, y de éstas, una es la cocina. Generalmente se cree que es un arte, pero a mi modo de ver no lo es, porque sólo es una costumbre, una rutina. Entre las partes que constituyen la adulación cuento también a la retórica lo mismo que a lo llamado arte del vestido o a la sofística, y atribuyo a estas cuatro partes cuatro objetos diferentes. Si Polos quiere seguir interrogándome, puede hacerlo, porque todavía no le he explicado qué parte de la adulación digo que es la retórica. No se da cuenta de que todavía no he acabado mi contestación, y como si lo estuviera me pregunta si no considero que la retórica es una cosa bella. No le diré si me parece fea o bella antes de haberle respondido lo que es. De otra manera procederíamos sin orden, Polos. Pregúntame, si quieres oírlo, qué parte de la adulación digo que es la retórica.

POLOS.-  Sea; te lo pregunto. Dime qué parte es.

SÓCRATES.-  ¿Comprendes mi respuesta? A mi modo de ver la retórica no es más que el simulacro de una parte de la política.

POLOS.-  Pero ¿es bella o fea?

SÓCRATES.-  Digo que fea, porque para mí es feo todo lo que es malo, puesto que es preciso contestarte como si comprendieras ya mi pensamiento.

GORGIAS.-  ¡Por Júpiter, Sócrates! Yo mismo no concibo lo que quieres decir.

SÓCRATES.-  No me sorprende, Gorgias, porque todavía no he dicho nada determinado. Pero Polos es joven y ardiente.

GORGIAS.-  Déjale y explícame en qué sentido dices que la retórica es el simulacro de una parte de la política.

SÓCRATES.-  Voy a ensayar exponerte lo que acerca de esto pienso, y si la cosa no es como digo, Polos me refutará. ¿No hay una sustancia que llamas cuerpo y otra que denominas alma?

GORGIAS.-  Indudablemente.

SÓCRATES.-  ¿No crees que hay una buena constitución del uno y de la otra?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿No reconoces también que ambos pueden tener una constitución que parezca buena y que no lo sea? Me explicaré. Muchos parecen tener el cuerpo bien constituido y sólo un médico o un profesor de gimnasia verían fácilmente que no es así.

GORGIAS.-  Tienes razón.

SÓCRATES.-  Digo, pues, que hay en el cuerpo y en el alma un no sé qué que hace juzgar que ambos están en buen estado, y aunque, sin embargo, no sea así.

GORGIAS.-  Es cierto

 

 

Fundación Educativa Héctor A. García