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Díalogos Socráticos

 

Teetes o sobre la Ciencia

 

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Sócrates. ¿No has observado otra de sus habilidades que consiste en ser muy entendidas en arreglar matrimonios, porque distinguen perfectamente qué hombre y qué mujer deben unirse para tener hijos robustos?

Teetetes. Eso no lo sabía.

Sócrates. Pues bien, ten por cierto que están ellas más orgullosas de esta última cualidad que de su destreza para cortar el ombligo. En efecto, medítalo un poco. ¿Crees tú que el arte de cultivar y recoger los frutos de la tierra sea el mismo que el de saber en que tierra es preciso poner tal planta o tal semilla, o piensas que son éstas dos artes diferentes?

Teetetes. No, creo que es el mismo arte.

Sócrates. Y con relación a la mujer, querido mío, ¿crees que este doble objeto depende de dos artes diferentes?

Teetetes. No hay trazas de eso.

Sócrates. No. Pero, a causa de los enlaces mal hechos de que se encargan las parteras, celosas de su reputación, no quieren tomar parte en tales misiones por temor de que se las acuse de hacer un mal oficio, si se mezclan en ellas. Porque, por lo demás, sólo a las parteras verdaderamente dignas de este nombre, corresponde el arreglo de matrimonios.

Teetetes. Así debe ser.

Sócrates. Tal es, pues, el oficio de parteras, o matronas, que es muy inferior al mío. En efecto, estas mujeres no tienen que partear tan pronto quimeras o cosas imaginarías como seres verdaderos, lo cual no es tan fácil distinguir, y si las matronas tuviesen en esta matería el discernimiento de lo verdadero y de lo falso, sería la parte más bella e importante de su arte. ¿No lo crees así?

Teetetes. Sí.

Sócrates. El oficio de partear, tal como yo lo desempeño, se parece en todo lo demás al de las matronas, pero difiere en que yo lo ejerzo sobre los hombres y no sobre las mujeres, y en que asisten al alumbramiento, no los cuerpos, sino las almas. La gran ventaja es que me pone en estado de discernir con seguridad, si lo que el alma de un joven siente es un fantasma, una quimera o un fruto real. Por otra parte, yo tengo de común con las parteras que soy estéril en punto a sabiduría, y en cuanto a lo que muchos me han echado en cara, diciendo que interrogo a los demás y que no respondo a ninguna de las cuestiones que se me proponen, porque yo nada sé, este cargo no carece de fundamento. Pero he aquí por qué obro de esta manera. EI Dios me impone el deber de ayudar a los demás, a parir, y, al mismo tiempo, no permite que yo mismo produzca nada. Ésta es la causa de que no esté versado en la sabiduría y de que no pueda a.labarme en ningún descubrimiento que sea una producción de mi alma. En compensación, los que conversan conmigo, si bien algunos de ellos se muestran muy ignorantes al principio, hacen maravillosos progresos a medida que me tratan y todos se sorprenden de este resultado, y es porque el Dios quiere fecundarlos. Y se ve claramente que ellos nada han aprendido de mí y que han encontrado en sí mismos los numerosos y bellos conocimientos que han adquirido, no habiendo hecho yo otra cosa que contribuir con el Dios a hacerles concebir.

La prueba es que muchos que ignoraban este misterio y se atribuían a sí mismos tal aprovechamiento, habiéndome abandonado antes de lo que convenía, ya por desprecio a mi persona, ya por la hostigación de otro, desde aquel momento, han abortado en todas sus producciones, a causa de las malas amistades que han contraído, y han perdido, por una educación viciosa, lo que habían ganado bajo mi dirección. Han hecho más caso de quimeras y fantasmás que de la verdad, y han concluido por parecer ignorantes sus propios ojos y a los de los demás. De este número es Arístides, hijo de Lisímaco, y muchos otros. Cuando vienen a renovar su amistad conmigo, haciendo los mayores esfuerzos para obtenerla, mi genio familiar me impide conversar con algunos, si bien me lo permite con otros, y éstos aprovechan como la primera vez. A los que se unen a mí, les succde lo mismo que a las mujeres embarazadas. día y noche experimentan dolores de parto e inquietudes más vivas que las ordinarias que sienten las mujeres. Estos dolores son los que yo puedo despertar o apaciguar, cuando quiero, en virtud de mi arte. Todo esto es respecto a los que me tratan. Alguna vez también, Teetetes, cuando veo a alguno cuya alma no me parece preñada, convencido de que no tiene ninguna necesidad de mí, trabajo con el mayor cariño en proporciónarle un acomodamiento, y puedo decir que, con el socorro del Dios, conjeturo felizmente respecto a la persona a cuyo lado y bajo cuya dirección debe ponerse. Por esta razón, he colocado a muchos con Pródico y con otros sabios y divinos personajes.

La razón que he tenido para extenderme sobre este punto, mi querido amigo, es que sospecho, así como tú dudas, que tu alma está preñada y a punta de parir. Condúcete, pues, conmigo, teniendo presente que soy un hijo de partera, experto en este oficio; esfuérzate en responder, en cuanto te sea posible, a lo que te propongo, y, si después de haber examinado tu respuesta, creo que es un fantasma y no un fruto verdadero, y si en tal caso te lo arranco y te lo desecho, no te enfades conmigo, como hacen las que son madres por primera vez. Muchos, en efecto, querido mío, se han irritado de tal manera cuando les combatía alguna opinión extravagante, que de buena gana me hubieran despedazado con sus dientes.

No pueden persuadirse de que yo nada hago que no sea por cariño hacia ellos, y están muy distantes de saber que ninguna divinidad quiere mal a los hombres, y que yo no obro así porque les tenga mala voluntad, sino porque no me es permitido en manera alguna conceder como verdadero lo que es falso, ni tener la verdad oculta. Intenta, pues, de nuevo, Teetetes, decirme en qué consiste la ciencia. No me alegues que esto supera tus fuerzas, porque si el Dios quiere, y si para ello haces un esíuerzo, llegarás a conseguirlo.

Teetetes. Después de tales excitaciones de tu parte, Sócrates, sería vergonzoso no hacer los mayores esfuerzos para decirte lo que uno tiene en el espíritu. Me parece que el que sabe una cosa, siente, aquello que él sabe, y en cuanto puedo juzgar en este momento, la ciencia no se diferencia en nada de la sensación.

Sócrates. Has respondido bien y con decisión, hijo mio; es preciso decir siempre las cosas como se piensan. Se trata ahora de examinar en conjunto si esta concepción de tu alma es sólida o frívola. ¿La ciencia es la sensación, según dices?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Esta definición que das de la ciencia, no es de despreciar; es la misma que ha dado Protágoras, aunque se haya expresado de otra manera. El hombre, dice, es la medida de todas Las cosas, de la existencia de las que existen, y de la no existencia de las que no existen. Tú has leído, sin duda, su obra.

Teetetes. Sí, y más de una vez.

Sócrates. ¿No es su opinión que las cosas son, con relación a mí, tales como a mí me parecen, y con relación a ti, tales como a ti te parecen? Porque somos hombres tú y yo.

Teetetes. Eso es lo que dice, efectivamente.

Sócrates. Es natural pensar que un hombre tan sabio no hablase al aire. Sigamos, pues, el hilo de tus razónamientos. ¿No es cierto que algunas veces, cuando corre un mismo viento, uno de nosotros siente frío, y otro no lo siente, éste poco, y aquél mucho?

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. ¿Diremos, entonces, que el viento, tornado en sí mismo, es frío o no es frío?, o bien ¿tendremos fe en Protágoras, que quiere que sea frío para aquel que lo siente, y que no lo sea para el otro?

Teetetes. Es probable.

Sócrates. EI viento, ¿no parece tal al uno y al otro?

Teetetes. Sí.

Sócrates. Parecer, ¿no es, respecto a nosotros mismos, la misma cosa que sentir?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. La apariencia y la sensación son lo mismo con relación al calor y a las demás cualidades sensibles, puesto que parecen ser para cada uno tales como las siente.

Teetetes. Probablemente.

Sócrates. Luego, la sensación, en tanto que ciencia, tiene siempre un objeto real, y no es susceptible de error.

Teetetes. Así parece.

Sócrates. ¡En nombre de las Cárites! Protágoras no era muy sabio cuando ha mostrado enigmáticamente su pensamiento a nosotros, que pertenecemos al vulgo, mientras que ha descubierto a sus discípulos la cosa tal cual es.

Teetetes. ¿Qué quieres decir con esto, Sócrates?

Sócrates. Voy a decírtelo. Se trata de una opinión que no es de pequeña importancia. Pretende que ninguna cosa es una, tomada en sí misma, y que a ninguna cosa, sea la que sea, se la puede atribuir, con razón, denominación ni cualidad alguna; que si se llama grande una cosa, ella parecerá pequeña; si pesada, parecerá ligera, y así de lo demás; porque nada es uno, ni igual, ni de una cualidad determinada, sino que de la traslación, del movimiento, y de su mezcla recíproca se forma todo lo que decimos que existe, sirviéndonos, en esto, de una expresión impropia, porque nada existe sino que todo deviene. Los sabios todos, a excepción de Parménides, convienen en este punto, como Protágoras, Heráclito, Empédocles; los más excelentes poetas, en uno y otro género de poesía, Epicarmo en la comedia, Homero en la tragedia, cuando dice.

El Océano, padre de los dioses, y Tetis, su madre,

con lo que da a entender que todas las cosas son producidas por el flujo y movimiento. ¿No juzgas que es esto lo que ha querido decir?

Tectetes. Sí.

Sócrates. ¿Quién podrá, en lo sucesivo, sin ponerse en ridículo, hacer frente a un ejército semejante, que tiene a la cabeza a Homero?

Teetetes. No es fácil, Sócrates.

Sócrates. No, sin duda. Teetetes; tanto más cuanto que apoyan en pruebas fuertes su opinión de que el movimiento es el principio de lo que nos parece existir y de la generación, y el reposo, el del no ser y el de la corrupción. En efecto, el fuego y el calor, que engendra y entretiene todo lo demás, son producidos por la traslación y el roce, que no son más que movimiento. ¿No es esto lo que da origen al fuego?

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. La especie de los animales, ¿debe igualmente su producción a los mismos principios?

Teetetes. Seguramente.

Sócrates. ¡Pero qué! ¿Nuestro cuerpo no se corrompe por el reposo y la inacción, y no se conserva principalmente por el ejercicio y el movimiento?

Teetetes. Sí.

Sócrates. El alma misma, ¿no adquiere las ciencias, no se conserva, y no se hace mejor por el estudio y por la meditación, que son movimientos; mientras que el reposo y la falta de reflexión y de estudio la impiden aprender nada, y la hacen olvidar lo que ha aprendido?

Teetetes. Nada más cierto.

Sócrates. ¿El movimiento es un bien para el alma como para el cuerpo, y el reposo, un mal?

Teetetes. Así parece.

Sócrates. ¿Te diré aún, respecto a la calma, al tiempo sereno, y otras cosas semejantes, que el reposo pudre y pierde todo, y que el movimiento produce el efecto contrario? ¿Llevaré al colmo estas pruebas, forzándote a confesar que, por la cadena de oro de que habla Homero, no entiende ni designa otra cosa que el sol, porque mientras que éste y los cielos se mueven circularmente, todo existe, todo se mantiene, lo mismo para los dioses que para los hombres; al paso que, si esta revolución llegase a detenerse y a verse, en cierta manera, encadenada, todas las cosas perecerían y, como se dice comúnmente, se volvería lo de abajo arriba?

Teetetes. Así me parece, Sócrates; eso es lo que ha querido decir Homero.

Sócrates. Concibe, querido mío, desde luego, con relación a los ojos, que lo que llamas color blanco no es algo que existe fuera de tus ojos, ni en tus ojos; no le señales ningún lugar determinado, porque, entonces, no tendría un rango fijo, una existencia dada y no estaría ya en vía de generación.

Teetetes. ¿Y cómo me lo representaré?

Sócrates. Sigamos el principio, que acabamos de sentar, de que no existe nada que sea uno, tomado en sí. De esta manera, lo negro, lo blanco, y cualquiera otro color, nos parecerán formados por la aplicación de los ojos a un movimiento conveniente, y lo que decimos ser tal color no será el órgano aplicado, ni la cosa a la que se aplica, sino a un no sé qué intermedio y peculiar de cada uno de nosotros. ¿Podrías sostener, en efecto, que un color, parece tal a un perro o a otro animal cualquiera, y que lo mismo te parece a ti?

Teetetes. No, ¡por Zeus!

Sócrates. ¿Podrías, por lo menos, asegurar que ninguna cosa parece a otro hombre la misma que a ti? ¿Y no afirmarías más bien que nada se te presenta bajo el mismo aspecto, porque nunca eres semejante a ti mismo?

Teetetes. Soy de este parecer más bien que del otro.

Sócrates. Si el órgano con que medimos o tocamos un objeto fuese grande, blanco o caliente, no llegaría nunca a ser otro, aun cuando se le aplicara a un objeto diferente, si no se verificaba en él algún cambio. De igual modo, si el objeto medido o tocado tuviera alguna de aquellas cualidades, aun cuando le fuera aplicado otro órgano o el mismo, después de haber sufrido alguna alteración, no por esto llegaría a ser otro, si él no experimentaba cambio alguno. Tanto más, querido amigo, cuanto que, según la otra opinión, nos veríamos precisados a admitir cosas realmente sorprendentes y ridículas, como dirían Protágoras y cuantos quisiesen sostener su parecer.

Teetetes. ¿De qué hablas?

Sócrates. Un sencillo ejemplo te hará comprender lo que quiero decirte. Si pones seis tabas enfrente de cuatro, diremos que aquéllas son más y que superan a las cuatro en una mitad; si pones las seis enfrente de las doce, diremos que quedan reducidas a menor número, porque son la mitad de doce. ¿Podría explicarse esto de otra manera? ¿Lo consentirías tú?

Teetetes. Ciertamente que no.

Sócrates. ¡Pero qué! Si Protágoras o cualquier otro te preguntase. Teetetes, ¿es posible que una cosa se haga más grande o más numerosa, de otra manera, que mediante el aumento? ¿Qué responderías?

Teetetes. Sócrates, fijándome sólo en la cuestión presente, te diré que no; pero si lo hago, teniendo en cuenta la precedente, para evitar contradecirme, te diré que sí.

Sócrates. ¡Por Hera! Eso se llama sorprender bien y divinamente, mi querido amigo. Me parece, sin embargo, que si dices que sí sucederá algo parecido al dicho de Eurípides.

Nuestra lengua estará al abrigo de toda crítica, pero no nuestra intención.

Teetetes. Es cierto.

Sócrates. Si uno y otro fuésemos hábiles y sabios, y hubiésemos agotado las indagaciones sobre todo lo que es del resorte del pensamiento, no nos quedaba más que ensayar mutuamente nuestras fuerzas; disputando a la manera de los sofistas, y refutando resueltamente unos discursos con otros discursos. Pero como somos ignorantes, tomaremos el partido de examinar, ante todas cosas, lo que tenemos en el alma, para ver si nuestros pensamientos están de acuerdo entre sí, o si ellos se combaten.

Teetetes. Sin duda, es lo que deseo.

Sócrates. Y yo también. Sentado esto, y puesto que tenemos todo el tiempo necesario, ¿no podremos considerar con anchura y sin molestarnos, pero sondeándonos realmente a nosotros mismos, lo que pueden ser estas imágenes que se pintan en nuestro espíritu? Después de haberlas examinado diremos, yo creo, en primer lugar, que nunca una cosa se hace más grande ni más pequeña por la masa, ni por el número, mientras subsiste igual a sí misma. ¿No es verdad?

Teetetes. Sí.

Sócrates. En segúndo lugar, que una cosa a la que no se añade ni se quita nada, no puede aumentar ni disminuir, y subsiste siempre igual.

Teetetes. Es incontestable.

Sócrates. ¿No diremos, en tercer lugar, que lo que no existía antes y existe después, no puede existir si no pasa por la vía de la generación?

Teetetes. Así lo pienso.

Sócrates. Estas tres proposiciones se combaten, a mi entender, en nuestra alma, cuando hablamos de las tabas, o cuando decimos que en la edad que yo tengo, no habiendo experimentado aumento ni disminución, soy, en el espacio de un año, primero, más grande, y, después, más pequeno que tú, que eres joven, no porque mi masa haya disminuido, sino porque la tuya ha aumentado. Porque yo soy después lo que no era antes, sin haberme hecho tal, puesto que me es imposible devenir sin haber antes devenido, y puesto que, no habiendo perdido nada de mi masa, no he podido hacerme más pequeño. Una vez sentado esto, no podemos dispensarnos de admitir una infinidad de cosas semejantes. Teetetes, ¿qué piensas de esto? Me parece que no son nuevas, para ti, estas materias.

Teetetes. ¡Por todos los dioses! Sócrates, estoy absolutamente sorprendido con todo esto, y algunas veces, cuando echo una mirada adelante, mi vista se turba enteramente.

Sócrates. Mi querido amigo, me parece que Teodoro no ha formado un juicio falso sobre el carácter de tu espíritu. La turbación es un sentimiento propio del filósofo, y el primero que ha dicho que Iris era hija de Taumas, no explico mal la genealogía. ¿Comprendes, sin embargo, por qué las cosas son tal como acabo de decir, como consecuencia del sistema de Protágoras, o aún no lo comprendes?

Teetetes. Me parece que no.

Sócrates. Me quedarás obligado, si penetro contigo en el sentido verdadero, pero oculto, de la opinión de este hombre, o más bien de estos hombres celebres.

Teetetes. ¿Cómo no he de quedar agradecido y hasta infinitamente agradecido?

Sócrates. Mira alrededor por si algún profano nos escucha. Entiendo por profanos los que no creen que exista otra cosa que lo que pueden coger a manos llenas, y que no colocan en el rango de los seres las operaciones del alma, ni las generaciones, ni lo que es invisible.

Teetetes. Me hablas, Sócrates, de una casta de hombres duros e intratables.

Sócrates. Son, en efecto, muy ignorantes, hijo mío. Pero los otros, que son muchos y cuyos misterios te voy a revelar, son más cultos. Su principio, del que depende lo que acabamos de exponer, es el siguiente. todo es movimiento en el universo, y no hay nada más. El movimiento es de dos clases, ambas infinitas en número; pero, en cuanto a su naturaleza, una es activa y otra pasiva. De su concurso y de su contacto mutuo se forman producciones infinitas en número, divididas en dos clases, la una de lo sensible, la otra de la sensación, que coincide siempre con lo sensible y es engendrada al mismo tiempo. Las sensaciones son conocidas con los nombres de vista, oído, olfato, gusto, tacto, frío, caliente, y aun placer, dolor, deseo, temar, dejando a un lado otras muchas que no tienen nombre, o que tienen uno mismo. La clase de cosas sensibles es producida al mismo tiempo que las sensaciones correspondientes; los colores de todas clases corresponden a visiones de todas clases. sonidos diversos son relativos a diversas afecciones del oído, y las demás cosas sensibles a las demás sensaciones. ¿Concibes, Teetetes, la relación que tiene este razónamiento con lo que precede?

Teetetes. No mucho, Sócrates.

Sócrates. Fíjate en la conclusión a que conduce. Significa, como ya hemos explicado, que todo está en movimiento, y que este movimiento es lento o rápido; que lo que se mueve lentamente, ejerce su movimiento en el mismo lugar y sobre los objetos próximos que engendra de esta manera, y que lo que así engendra tiene más lentitud; que, por el contrario, lo que se mueve rápidamente, desplegando su movimiento sobre objetos lejanos, engendra de esta manera, y lo que así engendra tiene más velocidad, porque corre en el espacio, y su movimiento consiste en la traslación. Cuando el ojo, de una parte, y un objeto, de otra, se encuentran y han producido la blancura y la sensación, que naturalmente le corresponde, las cuales jamás se habrían producido, si el ojo se hubiera fijado en otro objeto o, recíprocamente, entonces, moviéndose estas dos cosas en el espacio intermedio, a saber, la visión hacia los ojos y la blancura hacia el objeto que produce el color juntamente con los ojos, el ojo se ve empapado en la visión, percibe y se hace, no visión, sino ojo que ve. En igual forma, el objeto, concurriendo con el ojo a la producción del color, se ve empapado en la blancura, y se hace, no blancura, sino blanco, sea madera, piedra o cualquiera otra cosa la que recibe la tintura de este color. Es preciso formarse la misma idea de todas las demás cualidades, tales como lo duro, lo caliente, y otras, y concebir que nada de esto es una realidad en sí, como decíamos antes, sino que todas las cosas se engendran en medio de una diversidad prodigiosa, por su contacto muto, que es un resultado del movimiento. En efecto, es imposible, dice, representarse de una manera fija un ser en sí bajo la cualidad de agente o de paciente; porque nada es agente antes de su unión con lo que es paciente, ni paciente antes de su unión con lo que es agente; y tal cosa, que en su choque con un objeto dado, es agente, se convierte en paciente al encontrarse con otro objeto. De todo esto resulta, como se dijo al principio, que nada es uno tomado en sí; que cada cosa se hace lo que es por su relación con otra, y que es preciso suprimir absolutamente la palabra SER. Es cierto que muchas veces, y ahora mismo, nos hemos visto precisados a usar esta palabra por hábito y como resultado de nuestra ignorancia; pero el parecer de los sabios es que no se de be usar ni decirse, hablando de mí o de cualquiera otro, que yo soy alguna cosa, esto o aquello, ni emplear ningún otro término que signifique un estado de consistencia, y que, para expresarse según la naturaleza, debe decirse que las cosas se engendran, se hacen, perecen y se alteran sin pasar de aquí; porque si se presenta en el discurso alguna cosa como estable, es fácil rebatir a quien se produzca de esta manena. Tal es el modo como debe hablarse de estos elementos y también de las colecciones de los mismos que se llaman hombre, piedra, animal, sean individuos o especies. ¿Te causa placer, Teetetes, esta opinión? ¿Es de tu gusto?

Teetetes. No se qué decir, Sócrates, porque no puedo descubrir si hablas conforme con su pensamiento o si tratas sólo de sondearme.

Sócrates. Has olvidado, mi querido amigo, que yo no sé ni me apropio de nada de todo esto, y que en tal concepto soy estéril; pero te ayudaré a parir y, para ello, he recurrido a encantamientos y he querido que saborees las opiniones de los sabios, hasta tanto que yo haya puesto en evidencia la tuya. Cuando haya salido de tu alma, examinaré si es frívola o sólida. Cobra, pues, ánimo y paciencia, y responde libre y resueltamente lo que te parezca verdadero acerca de lo que yo te pregunte.

Teetetes. No tienes más que preguntar.

Sócrates. Dime de nuevo. si te agrada la opinión de que ni lo bueno ni lo bello, ni ningúno de los objetos de que acabamos de hacer mención, están en estado de existencia, sino que están siempre en vía de generación.

Teetetes. Cuando te oí hacer la explicación, me parecía perfectamente fundada, y estoy persuadido de que debe creerse que las cosas son como tú las has explicado.

Sócrates. No despreciemos lo que todavía tengo que exponer. Tenemos aun que hablar de Los sueños, de las enfermedades, de la locura, sobre todo, y de lo que se llama entender, ver, en una palabra, sentir con desbarajuste. Sabes que todo esto es mirando como una prueba incontestable de la falsedad del sistema de que hablamos, porque las sensaciones que se experimentan en otras circunstancias son de hecho mentirosas, y que lejos de ser las cosas entonces tales como aparecen a cada uno, sucede todo lo contrario, porque todo lo que parece ser no es, en efecto.

Teetetes. Dices verdad, Sócrates.

Sócrates. ¿Qué medio de defensa queda, mi querido amigo, al que pretende que la sensación es ciencia, y que lo que parece a cada uno es tal como le parece?

Teetetes. No me atrevo a decir, Sócrates, que no sé que responder, porque no hace un momento que me regañaste por haberlo dicho; pero verdaderamente yo no hallo ningún medio de negar que en la locura y en los sueños se forman opiniones falsas, imaginándose, unos, que ellos son dioses, y otros, que tienen alas y que vuelan durante el sueño.

Sócrates. ¿No recuerdas la controversia que suscitan con tal motivo los partidarios de este sistema, y principalmente sobre los estados de la vigilia y del sueño?

Teetetes. ¿Qué dicen?

Sócrates. Lo que has oído, creo yo, muchas veces a los que nos exigen pruebas de si, en este momento, dormimos, siendo nuestros pensamientos otros tantos sueños, o si estamos despiertos y conversamos realmente juntos.

Teetetes. Es muy difícil, Sócrates, distinguir los verdaderos signos que sirven para reconocer la diferencia, porque en uno y en otro estado se corresponden, por decirlo así, los mismos caracteres. Nada obsta que imaginemos que, están do dormidos, hablamos lo mismo que en este momento, y cuando soñamos creemos referir nuesteas ensueños, es singular la semejanza con lo que pasa en el estado de vigilia.

Sócrates.  Ya ves con qué facilidad se suscitan dificultades en este punto, puesto que se llega a negar la realidad del estado de vigilia o la del sueño, y que, siendo el tiempo en que dormimos igual al tiempo en que velamos, nuestra alma sostiene en sí misma, en cada uno de estos estados, que los juicios que forma, entonces, son los únicos verdaderos. De manera que, durante un espacio igual de tiempo, decimos ya que éstos son verdaderos, ya que lo son aquéllos, y nos decidimos igualmente por los unos que por los otros.

Teetetes. Es ciecto.

Sócrates. Lo mismo debemos decir de las enfermedades y de los accesos de locura, si bien no son iguales en razón de la duración.

Teetetes. Muy bien.

Sócrates. ¡Pero qué! ¿El más o el menos de duración decidirá de la verdad?

Teetetes. Eso sería ridículo por más de un concepto.

Sócrates. ¿Puedes, sin embargo, determinar alguna otra señal evidente por la que se reconozca de qué lado está la verdad en estos juicios?

Teetetes.  Yo no veo ninguna.

Sócrates. Escucha, pues, lo que te dirían los que pretenden que las cosas son siempre realmente tales como parecen a cada uno. He aquí, a mi parecer, las preguntas que te harían. Teetetes, ¿es posible que una cosa totalmente diferente de otra, tenga la misma propiedad? Y no te imagines que se trata de una cosa que, en parte, sea la misma y, en parte diferente, sino que sea una cosa absolutamente diferente.

Teetetes. Si se le supone enteramente diferente, es imposible que tenga nada de común con otra, ni por la propiedad ni por ninguna otra cosa.

Sócrates. ¿No es necesario reconocer que es desemejante?

Teetetes. Me parece que sí.

Sócrates. Si sucede que una cosa se hace semejante o desemejante, sea en sí misma, sea respecto a cualquiera otra, diremos que, en tanto que semejante, ella es la misma, y que, en tanto que desemejante, ella es otra.

Teetetes. Sin duda.

Sócrates. ¿No dijimos antes que hay un número infinito de causas activas de movimiento, y lo mismo de causas pasivas?

Teetetes. Sí.

Sócrates. ¿Y que cada una de ellas, llegando a unirse tan pronto a una cosa como a otra, no producirá en estos dos casos los mismos efectos, sino efectos diferentes?

Teetetes. Convengo en ello.

Sócrates. ¿No podríamos decir lo mismo de ti, de mí, y de todos los demás? Por ejemplo, ¿diremos que Sócrates sano y Sócrates enfermo son semejantes o que son diferentes?

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