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Díalogos Socráticos

 

Timeo, o sobre la naturaleza de las cosas

 

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Las especies de la tierra: una, filtrada a través del agua, se hace piedra de la siguiente manera. Cuando el agua entremezclada choca dentro de la mixtura, se convierte en aire y el aire producido vuela a su lugar propio. Como no hay vacío por encima de ellos, empuja al aire vecino. Éste, puesto que es pesado, cuando es empujado y derramado alrededor de la masa de la tierra, la comprime violentamente y la rechaza a la sede de donde subía el nuevo aire. La tierra, comprimida por el aire hasta hacerla insoluble al agua, se hace piedra; la transparente de partes iguales y uniformes es la más bella y la más fea, la contraria. La tierra a la que la rapidez del fuego ha extraído toda la humedad y ha hecho más frágil que aquélla es lo que llamamos arcilla. A veces, cuando queda humedad, se origina tierra fusible al fuego que, al enfriarse, se convierte en la piedra de color negro. Además, están los dos compuestos que, por el mismo procedimiento, se decantan de la mezcla de una gran cantidad de agua y están constituidos por partículas de tierra muy tenues; ambos son salados. Si, cuando se han vuelto semisólidos, el agua los disuelve nuevamente, uno, la soda, limpia el aceite y la tierra; el otro, que se adapta bien a la percepción gustativa, es la substancia salada, según el dicho, cuerpo querido al dios. Los compuestos que participan de ambos (agua y tierra), no solubles por el agua, pero sí por el fuego, se solidifican de la siguiente manera. Ni fuego ni aire disuelven masas de tierra; no es soluble por ellos porque, al ser sus partículas por naturaleza menores que la estructura de los vacíos de aquélla, atraviesan los grandes espacios sin violentarla ni diluirla.

Las partes del agua, puesto que por naturaleza son mayores, se abren paso con violencia y la diluyen. Así, el agua sólo disuelve la tierra que no está comprimida con violencia; a la compacta, empero, no la disuelve ningún elemento salvo el fuego; pues no queda posibilidad de ingreso para nada a excepción de éste. Cuando la concentración de agua se ha producido con suma violencia, la disuelve sólo el fuego, pero cuando es más débil, el fuego y el aire. Éste lo hace por los intersticios, aquél también por los triángulos. El aire que ha alcanzado una estructura fija por una acción violenta sólo puede ser disuelto en sus elementos constitutivos; el que se ha estructurado de manera no violenta es fusible sólo al fuego. Mientras el agua ocupa en los cuerpos mezclados de tierra y agua los intersticios de la tierra que están comprimidos con violencia, las partículas de agua provenientes del exterior, al carecer de una entrada, fluyen alrededor y dejan el cuerpo sin disolver. Contrariamente, las partículas de fuego que se introducen en los intersticios del agua, como tienen el mismo efecto que la acción del agua sobre la tierra, son las únicas causantes de que la totalidad del cuerpo fluya cuando se diluye. Estos compuestos son de los siguientes tipos: por un lado, los que tienen menos agua que tierra, el género de los cristales y de todo lo que es denominado especies fusibles de la piedra, y, por otro lado, los que tienen más agua, los que constituyen los cuerpos cerosos y los aptos para quemar como incienso.

Ya están casi totalmente expuestas las especies en su variedad de figuras, rasgos comunes y cambios de unas en otras, pero todavía he de intentar aclarar las causas que dan lugar a sus cualidades. En primer lugar, dichas cualidades necesitan siempre de una percepción, sin embargo aún no hemos explicitado el origen de la carne y de lo que la carne rodea, ni de la parte mortal del alma. Pero ni estas cosas se dan separadas de las cualidades que denominamos sensibles, ni las últimas pueden ser suficientemente tratadas sin las primeras, aunque es casi imposible hacerlo al mismo tiempo. Primero hay que dar por supuesto uno de los factores y luego retornar a él. Para que el tratamiento de las cualidad siga al de los elementos, demos por supuesto lo concerniente a la existencia del cuerpo y del alma. En primer lugar veamos por qué decimos que el fuego es caliente y observemos que pensamos que produce una escisión y corte en nuestro cuerpo. Pues casi todos percibimos que se trata de una sensación cortante. Cuando recordamos el origen de su figura, debemos razonar respecto del filo de sus lados, de la agudeza de sus ángulos, de la pequeñez de sus partículas y la rapidez de su movimiento --cualidades con las que, violento y filoso, corta siempre todo lo que encuentra en su camino--, que es sobre todo este elemento y no otro, el que por división y partición de nuestros cuerpos en pequeñas partículas, produce las cualidades y da nombre a ese fenómeno que ahora llamamos razonablemente calor. El proceso contrario a éste, aunque evidente, no ha de carecer de explicación. Cuando ingresan en el cuerpo partículas grandes de líquidos situados alrededor, expulsan las menores al exterior, pero, al no ser capaces de ocupar sus lugares, comprimen la humedad de nuestro interior y por su homogeneidad y compresión la inmovilizan sacándola de su estado de movimiento y la congelan. Pero lo reunido contra natura por naturaleza lucha y se empuja a sí mismo hacia el estado contrario. A esta lucha y vibración se le añade un temblor y estremecimiento, y todo este fenómeno, así como lo que lo produce, recibe el nombre de frío. Duro es todo aquello a lo que cede nuestra carne; blando, todo lo que lo hace ante ella. De la misma manera se dan las relaciones mutuas de blando y duro. Cede lo que avanza sobre una base pequeña; pero lo compuesto de bases cuadriláteras es, al ser muy estable, la figura más resistente, ya que eventualmente alcanza una alta densidad y resistencia. Si se investigaran lo pesado y lo liviano conjuntamente con la así llamada naturaleza de lo inferior y de lo superior podrían ser explicados con la máxima claridad. En efecto, no sería correcto en absoluto considerar que por naturaleza dos regiones contrarias dividen el universo, la de abajo, hacia la que se desplaza todo lo que posee una cierta masa de cuerpo, y la de arriba, hacia la que nada se mueve por propia voluntad. En efecto, al ser el universo esférico, están todos los extremos a la misma distancia del centro, por lo que por naturaleza deben ser extremos de manera semejante. Además, hay que considerar que el centro, como se encuentra a la misma distancia de los extremos, se halla frente a todos. Ahora bien, si el mundo es así por naturaleza, ¿cuál de los puntos mencionados debe uno suponer como arriba o abajo para que no parezca, con razón, que utiliza un término totalmente inadecuado? En él, la región del centro, al no estar ni arriba ni abajo, no recibirá con justicia ninguno de los dos nombres, sino que se dirá que está en el centro. El lugar circundante ni es, por cierto, centro ni posee una parte que se distinga más que otra respecto del centro o alguno de los puntos opuestos. Pero si el universo es de esta guisa en todos lados, ¿cómo podría pensar alguien que se expresa correctamente al utilizar respecto de él qué denominaciones contrarias? Pues si un cuerpo sólido se encontrara en el medio del universo en situación de equilibrio, nunca se trasladaría hacia ninguno de los extremos a causa de las semejanza absoluta entre ellos. Además, si alguien marchara en círculo alrededor de él, se encontraría a menudo en su región antípoda y llamaría al mismo punto del universo abajo y arriba. Por tanto, no es propio de alguien inteligente afirmar que, aun cuando el universo es esférico, como acabamos de establecer, tiene una región superior y otra inferior. No obstante, por medio de la siguiente suposición debemos acordar de dónde nacen estos nombres y en qué objetos tienen vigencia para que nos hayamos acostumbrados a causa de ellos a expresarnos y a dividir todo el universo así. Si alguien se introdujera en la región del universo en la que hay más fuego --cuya mayor parte estaría concentrada en el lugar hacia el que este elemento se dirige naturalmente-- y, si pudiera, arrancara partes de fuego y las colocara en los platillos de una balanza, tomara la balanza y el fuego y los arrastrara con violencia hacia el aire disímil, es evidente que podría ejercer violencia más fácilmente sobre la porción menor que sobre la mayor. En efecto, cuando dos objetos son levantados por una única fuerza simultáneamente, es necesario que el menor siga más la dirección de la fuerza y el mayor, menos, y se dice que el grande es pesado y se desplaza hacia abajo y que el pequeño es liviano y se mueve hacia arriba. Ciertamente, debemos observar el mismo fenómeno cuando hacemos eso en nuestra región. Cuando sobre la tierra separamos sustancias térreas, y, en ocasiones, la tierra misma, las arrastramos hacia el aire disímil con violencia y contra la naturaleza, ya que ambas tienden a lo que es de su mismo género. Cuando ejercemos la fuerza, la porción más pequeña nos sigue primero hacia lo diferente, con más facilidad que la mayor. Entonces, denominamos liviano al pequeño y el lugar hacia el que lo coaccionamos, arriba; al fenómeno contrario a éste, pesado y abajo. Éstas son, necesariamente, diferencias relativas porque la mayor parte de los elementos ocupan una región contraria a los otros --en efecto, se descubrirá que lo que es liviano en un lugar es pesado en el otro, y lo pesado, liviano, y lo inferior, superior y lo superior, inferior, y que todos son y llegan a estar y están en zonas contrarias o laterales o completamente diferentes unas de otras--. Sin embargo, acerca de todos ellos debemos pensar únicamente que el camino que un elemento recorre hacia la que se mueve es «abajo» y los que se comportan de una manera diferente, son lo contrario. Estas son las causas de estas cualidades. Cualquiera sería capaz de discernir y decir la causa de la suavidad y la aspereza. Pues la dureza unida a la falta de homogeneidad produce la última, la homogeneidad y la densidad dan lugar a la primera.

Lo más importante de lo que resta de las afecciones co munes a todo el cuerpo es la causa del placer y del dolor en lo que hemos tratado y todas las sensaciones de las partes del cuerpo acompañadas simultáneamente de dolores y placeres. Para entender las causas de todo proceso sensible e insensible, recordemos la división anterior entre sustancias con mucha y con poca capacidad de movimiento, pues, en verdad, así tenemos que investigar todo lo que pensamos tratar. Lo que por naturaleza es muy móvil, cuando sufre una afección, aunque pequeña, la transmite en círculo a las otras partículas, que hacen lo propio a otras, hasta que llegan a la inteligencia y anuncian la cualidad del agente. Las sustancias opuestas, al ser estables y no avanzar en círculo, sólo son afectadas y no mueven a los cuerpos vecinos, de tal manera que, como sus partículas no transmiten el primer estímulo a las de los otros órganos, sino que éste se queda en ellas sin expandirse a la totalidad del ser viviente, el que es afectado no percibe el estímulo. Éste es el caso de los huesos, pelos y el resto de nuestros órganos que están constituidos en su mayor parte de partículas térreas. Las sustancias móviles se encuentran sobre todo en la visión y el oído, que poseen en ellos la mayor cantidad de fuego y aire. El placer y el dolor deben ser concebidos de la siguiente manera. Doloroso es el proceso que, de manera súbita, se produce en nosotros con violencia y contra la naturaleza; el que nos hace retornar repentinamente a nuestra situación natural es placentero; el tranquilo y paulatino es imperceptible y lo contrario a éstos, contrario. Todo lo que se da con facilidad es lo más perceptible, aunque no participe del dolor ni del placer, como los fenómenos que conforman la visión misma, de la que se afirmó antes que durante el día es un cuerpo unido naturalmente a nosotros. Pues a ésta no le producen dolor los cortes, quemaduras ni nada de lo que sufre, ni tampoco siente placer cuando vuelven a la forma que les es propia; sin embargo, hay fenómenos sensibles muy intensos y brillantes que eventualmente la afectan y con los que entra en contacto, cuando de una cierta manera se proyecta hacia el objeto. En la división o en la concentración de la visión no hay violencia en absoluto. Aunque los cuerpos compuestos de partículas mayores ceden con dificultad ante el agente, transmiten al conjunto sus movimientos y producen placer y dolor: cuando son sacados de su condición natural, dolor, y cuando se restablece el estado anterior, placer. Cuando se descarga y vacía paulatinamente y se carga de manera súbita y en grandes cantidades, de modo que no se percibe el vaciamiento, pero sí el llenado, no ocasiona dolores a la parte mortal del alma, sino grandes placeres. Esto es evidente en el caso de los buenos olores. Todo lo que lleva a un estado diferente de manera súbita, pero vuelve poco a poco y con dificultad al estado originario, ocasiona todo lo contrario. Así sucede cuando se producen quemaduras y cortaduras en el cuerpo.

Han sido tratados casi todos los fenómenos comunes a todo el cuerpo y hemos mencionado los nombres de sus agentes; pero debemos intentar decir, si podemos, los propios de nuestros órganos particulares, sus características y cómo las causan sus agentes. Primero, tenemos que exponer, en la medida de lo posible, los que omitimos anteriormente al hablar de los humores porque eran fenómenos propios de la lengua. Éstos parecen darse también, como, por cierto, muchos, por algún tipo de condensación o separación y, junto a esto, estar más relacionados que cualquiera de los otros casos con la aspereza y suavidad. Pues cuando lo que ingresa en las venillas --que como si fueran medios de prueba de la lengua se extienden hasta el corazón-- ataca las partes húmedas y tiernas de la carne y funde sus partículas térreas, entonces contrae las pequeñas venas y las seca. Si es más áspero, parece acre y si es menos áspero, amargo. Todo lo que limpia las venillas y lava lo que se encuentra alrededor de la lengua, si lo hace de forma desmesurada y la ataca fundiéndola parcialmente, tal como sucede con la soda, posee el nombre de picante; las sustancias que con un menor grado de cualidades sódicas son mesuradamente detergentes, son saladas sin el picor áspero y nos parecen más agradables. Las sustancias que, tras calentarse y suavizarse en la boca, donde son consumidas por el fuego bucal y a su vez queman al órgano que les da calor, suben, a causa de su liviandad, a los órganos de percepción en la cabeza y cortan todo lo que encuentran en su camino, reciben, por esta cualidad, el nombre de punzantes. Cuando sustancias, afinadas por la putrefacción, se introducen en las venas estrechas y chocan con las partículas térreas en su interior y las que tienen la proporción debida de aire, de tal manera que las mueven unas alrededor de otras y las agitan, éstas, en su agitación, chocan entre sí y las que penetran en unas dejan a otras huecas que se extienden alrededor de las que entran. Cuando la humedad ahuecada, a veces térrea, a veces pura, rodea el aire, nacen como vasijas de aire, aguas huecas circulares. Las de humedad pura se aglutinan claras y se llaman burbujas; las de humedad térrea, que se agitan y alzan, reciben la denominación de ebullición y fermentación. Se dice que la causa de estos procesos es ácida. El fenómeno opuesto a todos los mencionados tiene un motivo opuesto. Cuando la estructura de lo que entra con las sustancias húmedas, por ser apropiada para la lengua, suaviza y lubrica lo que se había hecho áspero y contrae o distiende lo que estaba contraído o distendido contra la naturaleza, restablece todo de la manera más natural posible; semejante sustancia, placentera y amena a todos, remedio de las afecciones violentas, es llamada dulce.

Esto es todo en cuanto a este tema. En lo que atañe a la capacidad que poseen los orificios nasales, no hay diferentes clases. Pues todo olor es incompleto y ninguna figura es apta para tener un olor específico; sino que las venas que se encuentran alrededor de los orificios nasales son demasiado estrechas para las sustancias térreas y las de agua y muy amplias para las ígneas y aéreas, por ello nunca se percibe el olor de ninguna de ellas, sino que los olores se producen cuando algo se humedece, pudre, funde o humea. Se originan, efectivamente, cuando el agua se convierte en aire y el aire, en agua, al alcanzar la figura intermedia entre estos dos elementos. Todos los olores son humo o niebla; ésta nace durante el pasaje del aire al agua y aquél en el del agua al aire. Por eso, todos los olores son más finos que el agua, pero más gruesos que el aire. Esto se hace evidente cuando un objeto obstaculiza la inspiración y se hace entrar el aire con violencia, entonces no se filtra ningún olor y pasa sólo el aire limpio de olores. Sus dos variedades, que carecen de nombre, no las constituyen muchas especies simples, sino que aquí hay que dividir claramente sólo en dos clases: lo placentero y lo doloroso. Éste hace áspera y violenta toda la cavidad que poseemos entre la cabeza y el ombligo, aquél la tranquiliza y la retorna amablemente a la situación que le es natural.

Debemos tratar ahora en nuestra investigación nuestro tercer sentido, el oído: por qué causas se producen sus procesos. Supongamos, en general, por un lado, la voz, transmitida por el aire como un golpe a través de las orejas, del cerebro y de la sangre hasta el alma y, por otro, el movimiento comenzado por ella, a partir de la cabeza y que termina en la sede hepática: la audición. Cuando es rápida, es aguda; si es más lenta, es más grave, y la regular es uniforme y suave; la contraria, áspera; potente, la que es abundante, y la opuesta, débil. La armonía de estos movimientos debe ser considerada en lo que ha de ser tratado más adelante.

Nos resta aún un cuarto sentido que debemos dividir porque posee en sí esas grandes variedades que llamamos colores, llama que fluye de cada uno de los cuerpos y con sus partículas proporcionales a nuestra visión posibilita la percepción. Antes se habló de las causas que producían el rayo visual. Pero aquí sería más lógico y conveniente a un discurso apropiado discurrir acerca de los colores de la siguiente manera. Las partículas que proceden de los otros cuerpos y afectan la visión son, unas, menores, otras, mayores y otras, iguales a las partículas visuales propiamente dichas. Las iguales son imperceptibles, las que denominamos transparentes; en cuanto a las mayores y las menores, aquéllas contraen el rayo visual, éstas lo dilatan, similares a los calores y fríos en la carne, a las sustancias astringentes en la lengua y a todo lo que llamamos punzante por producir calor; lo blanco y negro, aunque son los mismos fenómenos que aquéllos, parecen diferentes por darse en otro nivel. Hay que designarlos como sigue: lo que tiene la propiedad de dilatar el rayo visual es blanco; negro, su contrario. El movimiento más agudo, perteneciente a otro género de fuego, que dilata el rayo visual hasta los ojos, abre con violencia sus salidas y las funde en una masa de fuego y agua, que llamamos lágrima cuando desde allí se vierte. La misma es fuego y se encuentra con fuego que avanza desde el lado contrario. Cuando un fuego salta como un rayo mientras otro entra y se apaga en la humedad y, en esta conmoción, nacen múltiples colores, llamamos a este fenómeno destellos y denominamos a lo que lo produjo brillante y esplendoroso. El tipo de fuego intermedio es el que, a pesar de mezclarse con la parte húmeda de los ojos, cuando la alcanza no es resplandeciente. Aplicamos el nombre de rojo al rayo de fuego mixto que atraviesa la humedad y da un color sangre. El brillante mezclado con el rojo y el blanco es castaño rojizo. Aunque alguien lo supiera, no tiene sentido decir en qué cantidad están mezclados estos componentes, de los que nadie podría dar una demostración exacta o hacer una exposición medianamente probable. Ciertamente, el rojo, mezclado con el negro y el blanco produce el púrpura; el gris amarronado se origina cuando a éstos, que han sido mezclados entre sí y quemados, se les agrega más negro. El rojo amarillento nace de la mezcla del castaño rojizo y el gris; el gris, del blanco y el negro; el amarillento, cuando el blanco se mezcla con el castaño rojizo. El blanco, cuando se une al brillante y se hace intenso en dirección al negro, produce el color azul oscuro; el azul oscuro mezclado con el blanco da el verde azulado, el rojo amarillento con el negro da el verde suave. Es casi evidente a partir de estos ejemplos con qué mezclas el resto podría salvar el mito probable. Si alguno pretendiera obtener una prueba por la observación de sus efectos, ignoraría lo que diferencia la naturaleza divina de la humana: que dios sabe y es capaz al mismo tiempo de convertir la multiplicidad en una unidad por medio de una mezcla y también de disolver la unidad en la multiplicidad, pero ninguno de los hombres ni es capaz ahora de ninguna de estas cosas ni lo será nunca en el futuro.

El artífice del ser más bello y mejor entre los que devienen recibió entonces todo esto que es así necesariamente, cuando engendró al dios independiente y más perfecto. Aunque utilizó para ello todas estas causas auxiliares, fue él quien ensambló en todo lo que deviene la buena disposición. Para ello es, necesario distinguir entre dos tipos de causas, uno necesario, el otro divino, y con el fin de alcanzar la felicidad hay que buscar lo divino en todas partes, en la medida en que nos lo permita nuestra naturaleza. Lo necesario debe ser investigado por aquello, puesto que debemos pensar que sin la necesidad no es posible comprender la causa divina, nuestro único objeto de esfuerzo, ni captarla ni participar en alguna medida de ella.

Ahora que, al igual que los carpinteros la madera, tenemos ante nosotros los tipos de causas que se han decantado y a partir de los cuales es necesario entretejer el resto del discurso, volvamos un instante al comienzo para marchar rápidamente hasta el punto desde donde vinimos hasta aquí e intentar poner una coronación final al relato que se ajuste a lo anterior. Como ya fuera dicho al principio, cuando el universo se encontraba en pleno desorden, el dios introdujo en cada uno de sus componentes las proporciones necesarias para consigo mismo y para con el resto y los hizo tan proporcionados y armónicos como le fue posible. Entonces, nada participaba ni de la proporción ni de la medida, si no era de manera casual, ni nada de aquello a lo que actualmente damos nombres tales como fuego, agua o alguno de los restantes, era digno de llevar un nombre, sino que primero los ordenó y, luego, de ellos compuso este universo, un ser viviente que contenía en sí mismo todos los seres vivientes mortales e inmortales. El dios en persona se convierte en artífice de los seres divinos y manda a sus criaturas llevar a cabo el nacimiento de los mortales. Cuando éstos recibieron un principio inmortal de alma, le tornearon un cuerpo mortal alrededor, a imitación de lo que él había hecho. Como vehículo le dieron el tronco y las extremidades en los que anidaron otra especie de alma, la mortal, que tiene en sí procesos terribles y necesarios: en primer lugar el placer, la incitación mayor al mal, después, los dolores, fugas de las buenas acciones, además, la osadía y el temor, dos consejeros insensatos, el apetito, difícil de consolar, y la esperanza, buena seductora. Por medio de la mezcla de todos estos elementos con la sensibilidad irracional y el deseo que todo lo intenta compusieron con necesidad el alma mortal. Por esto, como los dioses menores se cuidaban de no mancillar el género divino del alma, a menos que fuera totalmente necesario, implantaron la parte mortal en otra parte del cuerpo separada de aquélla y construyeron un istmo y límite entre la cabeza y el tronco, el cuello, colocado entremedio para que estén separadas. Ligaron el género mortal del alma al tronco y al así llamado tórax. Puesto que una parte del alma mortal es por naturaleza mejor y otra peor, volvieron a dividir la cavidad del tórax y la separaron con el diafragma colocado en el medio, tal como se hace con las habitaciones de las mujeres y los hombres. Implantaron la parte belicosa del alma que participa de la valentía y el coraje más cerca de la cabeza, entre el diafragma y el cuello, para que escuche a la razón y junto con ella coaccione violentamente la parte apetitiva, cuando ésta no se encuentre en absoluto dispuesta a cumplir voluntariamente la orden y la palabra proveniente de la acrópolis. Hicieron al corazón, nudo de las venas y fuente de la sangre que es distribuida impetuosamente por todos los miembros, la habitación de la guardia, para que, cuando bulle la furia de la parte volitiva porque la razón le comunica que desde el exterior los afecta alguna acción injusta o, también, alguna proveniente de los deseos internos, todo lo que es sensible en el cuerpo perciba rápidamente a través de los estrechos las recomendaciones y amenazas, las obedezca y cumpla totalmente y permita así que la parte más excelsa del alma los domine. Como previeron que, en la palpitación del corazón ante la expectativa de peligros y cuando se despierta el coraje, el fuego era el origen de una fermentación tal de los encolerizados, idearon una forma de ayuda e implantaron el pulmón, débil y sin sangre, pero con cuevas interiores, agujereadas como esponjas para que, al recibir el aire y la bebida, lo enfríe y otorgue aliento y tranquilidad en el incendio. Por ello, cortaron canales de la arteria en dirección al pulmón y a éste lo colocaron alrededor del corazón, como una almohadilla, para que el corazón lata sobre algo que cede, cuando el coraje se excita en su interior, y se enfríe, de modo que sufra menos y pueda servir más a la razón con coraje.

Entre el diafragma y el límite hacia el ombligo, hicieron habitar a la parte del alma que siente apetito de comidas y bebidas y de todo lo que necesita la naturaleza corporal, para lo cual construyeron en todo este lugar como una especie de pesebre para la alimentación del cuerpo. Allí la ataron, por cierto, como a una fiera salvaje: era necesario criarla atada, si un género mortal iba a existir realmente alguna vez. La colocaron en ese lugar para que se apaciente siempre junto al pesebre y habite lo más lejos posible de la parte deliberativa, de modo que cause el menor ruido y alboroto y permita reflexionar al elemento superior con tranquilidad acerca de lo que conviene a todas las partes, tanto desde la perspectiva común como de la particular. Sabían que no iba a comprender el lenguaje racional y que, aunque lo percibiera de alguna manera, no le era propio ocuparse de las palabras, sino que las imágenes y apariciones de la noche y, más aún, del día la arrastrarían con sus hechizos. Ciertamente, a esto mismo tendió un dios cuando construyó el hígado y lo colocó en su habitáculo. Lo ideó denso, suave, brillante y en posesión de dulzura y amargura, para que la fuerza de los pensamientos proveniente de la inteligencia, reflejada en él como en un espejo cuando recibe figuras y deja ver imágenes, atemorice al alma apetitiva. Cuando utiliza la parte de amargura innata e, irritada, se acerca y la amenaza, entremezcla la amargura rápidamente en todo el hígado y hace aparecer una coloración amarillenta, lo contrae totalmente, lo arruga y hace áspero, dobla y contrae su lóbulo, obtura y cierra sus cavidades y accesos, causa dolores y náuseas. Cuando, por otro lado, alguna inspiración de suavidad proveniente de la inteligencia dibuja las imágenes contrarias, le da un reposo de la amargura, porque no quiere ni mover ni entrar en contacto con la naturaleza que le es contraria, y le aplica al hígado la dulzura que se encuentra en él. Entonces, endereza todo el órgano, lo suaviza y libera y hace agradable y de buen carácter a la parte del alma que habita en el hígado y le otorga un estado apacible durante la noche con el don de adivinación durante el sueño, ya que éste no participa ni de la razón ni de la inteligencia. Como nuestros creadores recordaban el mandato del padre cuando ordenó hacer lo mejor posible el género mortal, para disponer también así nuestra parte innoble, le dieron a ésta la capacidad adivinatoria con la finalidad de que de alguna manera entre en contacto con la verdad. Hay una prueba convincente de que dios otorgó a la irracionalidad humana el arte adivinatoria. En efecto, nadie entra en contacto con la adivinación inspirada y verdadera en estado consciente, sino cuando, durante el sueño, está impedido en la fuerza de su inteligencia o cuando, en la enfermedad, se libra de ella por estado de frenesí. Pero corresponde al prudente entender, cuando se recuerda, lo que dijo en sueños o en vigilia la naturaleza adivinatoria o la frenética y analizar con el razonamiento las eventuales visiones: de qué manera indican algo y a quién, en caso de que haya sucedido, suceda o vaya a suceder un mal o un bien. No es tarea del que cae en trance o aún está en él juzgar lo que se le apareció o lo que él mismo dijo, sino que es correcto el antiguo dicho que afirma que sólo es propio del prudente hacer y conocer lo suyo y a sí mismo. Por ello, ciertamente, la costumbre colocó por encima de las adivinas inspiradas al gremio de los intérpretes, como jueces. A éstos algunos los llaman adivinos, porque ignoran absolutamente que son intérpretes de lo que ha sido dicho de manera enigmática y de las visiones, pero para nada adivinos, sino que su denominación sería, con absoluta justicia, intérprete.

Por eso, la naturaleza del hígado es tal y se encuentra en el lugar que dijimos, a saber, para la adivinación. Además, tal parte tiene signos muy precisos en todo ser viviente, pero cuando es despojada de la vida, se oscurece y sus signos adivinatorios se enturbian demasiado como para indicar algo claramente. A su izquierda se halla la estructura y asiento del órgano vecino, el bazo, para mantener al hígado en toda ocasión brillante y limpio, como un trapo para limpiar un espejo se encuentra siempre listo junto a él. Por ello, cuando a causa de enfermedades corporales se originan algunas impurezas alrededor del hígado, puesto que el bazo es hueco y sin sangre, su porosidad las asimila y purifica completamente. De ahí que, al llenarse de los elementos purificados, aumente de tamaño y se haga purulento, y, nuevamente, después de que el cuerpo se haya purgado, se achique y se reduzca a su estado anterior.

En lo que concierne al alma, cuánto tiene de mortal y cuánto de divino, de qué manera fue creada y en qué órganos habita y por qué causas lo hacen en partes separadas, sólo afirmaríamos que así como está expuesto es verdadero, si un dios lo aprobara. Sin embargo, tanto ahora como después de una consideración más detallada hemos de arriesgarnos a sostener que hemos expuesto al menos lo probable. Tengámoslo, por tanto, por afirmado. De la misma manera, debemos investigar el tema siguiente: cómo surgió el resto del cuerpo. Convendría, sobre todo, que la exposición fuera a partir de un razonamiento como el que sigue. Nuestros creadores conocían nuestra futura intemperancia con las bebidas y comidas y que por glotonería consumiríamos mucho más de lo que es mesuradamente necesario. Entonces, para prevenir que no hubiera una destrucción rápida por enfermedad e, imperfecto, el género mortal no se extinguiera al punto sin haber llegado a la madurez, colocaron la cavidad llamada inferior como recipiente contenedor de la bebida y comida sobrantes. Enrollaron los intestinos para que el alimento, con su rápida dispersión, no obligara al cuerpo a necesitar enseguida una nueva comida; ya que así produciría una insaciabilidad que haría que por su glotonería la especie humana no amara la sabiduría ni la ciencia ni obedeciera las indicaciones de lo que hay de más divino en nosotros.

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