L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

CAPITULO X

De nuestra llegada al Palacio de Iezid. El rencoroso Tara-Tir desconfía de los cálculos de Beremiz. Los pájaros cautivos y los números perfectos. El Hombre que Calculaba exalta la caridad del jeque. De una melodía que llegó a nuestros oídos, llena de melancolía y añoranza como las endechas de un ruiseñor solitario.

Pasaba muy poco tiempo de la cuarta hora cuando dejamos la hostería y tomamos el camino de la casa de Iezid-Abul-Hamid.

Guiados por el siervo amable y diligente, atravesamos rápidamente las calles tortuosas del barrio de Muassan y llegamos a un lujoso palacio constituido en medio de un atractivo parque.

Beremiz quedó maravillado del aire distinguido que el rico Iezid, procuraban dar a su residencia. En el centro del parque se erguía una gran cúpula plateada donde los rayos del sol se deshacían en bellísimos efectos policromos. Un gran patio, cerrado por un fuerte portón de hierro ornado con los más bellos detalles del arte, daba entrada al interior del edificio.

Un segundo patio interior, que tenía en el centro un bien cuidado jardín, dividía el edificio en dos pabellones. Uno de ellos estaba ocupado por los aposentos particulares; el otro estaba destinado a los salones de reunión y a la sala donde el jeque se reunía a menudo con ulemas, poetas y visires.

El palacio del jeque, a pesar de la ornamentación artística de las columnas, era triste y sombrío. Quien se fijara en las ventanas enrejadas no podría apreciar las pompas del arte con que todos los aposentos estaban interiormente revestidos .

Una larga galería con arcadas, sustentada por nueve o diez esbeltas columnas de mármol blanco, con arcos de herradura, zócalos de azulejos sin relieve y el piso de mosaico, comunicaba los dos pabellones y dos soberbias escaleras de honor, también de mármol blanco, llevaban al jardín, donde había un manso lago rodeado de flores de formas y perfumes diversos.

Una gran jaula llena de pájaros, ornada también de arabescos de mosaico, parecía ser la pieza más importante del jardín. Había allí aves de canto exótico, formas singulares y rutilante plumaje. Algunas, de peregrina belleza, pertenecían a especies desconocidas para mí.

Nos recibió, muy cordialmente, el dueño de la casa llegando a nuestro encuentro desde el jardín. Le acompañaba un joven moreno, flaco, de anchos hombros, que no demostró demasiada amabilidad en su comportamiento. Ostentaba en la cintura un riquísimo puñal con empuñadura de marfil. Tenía una mirada penetrante y agresiva. Su manera de hablar, agitada e inquieta, resultaba muy desagradable.

—¡Vaya! ¿Así que es ese el calculador? Observó subrayando sus palabras con un tono de desdén. ¡Qué buena fe tienes, querido Iezid! ¿Y vas a permitir que un mendigo cualquiera se acerque y dirija la palabra a la bella Telassim? ¡Es lo que faltaba! ¡Por Allah! ¡Mira que eres ingenuo!

Y prorrumpió en una injuriosa carcajada.

Aquella grosería me indignó y me dieron ganas de acabar a puñetazos con la descortesía de aquel atrevido. Beremiz, sin embargo, no perdió la calma. Era incluso posible que el calculador descubriera en aquel momento, en las palabras insultantes que acababa de oír, nuevos elementos para hacer cálculos y resolver problemas.

El poeta, molesto por la actitud poco delicada de su amigo, dijo:

—Perdona, Calculador, el juicio precipitado de mi primo el-hadj Tara-Tir. El no conoce y, por tanto, no puede valorar debidamente, tu capacidad matemática, y está más preocupado ue cualquier otro por el futuro de Telassim.

El joven exclamó:

—¡Pues claro que no conozco los talentos matemáticos de este extranjero! No me importa en absoluto saber cuántos camellos pasan por Bagdad en busca de sombra y alfalfa, replicó el iracundo Tara-Tir con aire desdeñoso y sonriendo torvamente.

Y luego, hablando de prisa, atropellándose las palabras, continuó:

—Puedo probar en pocos minutos, querido primo, que estás completamente equivocado con respecto a la capacidad de este aventurero. Si me lo permites, voy a acabar con su ciencia fundamentada en dos o tres banalidades que oí a un maestro de Mosul.

—¡Claro que sí!, ¿por qué no ha de permitírtelo?, consistió Iezid. Ahora mismo puedes interrogar a nuestro Calculador y plantearle el problema que se te ocurra.

—¿Problemas? ¿Para qué? ¿Quieres confrontar la ciencia que aúlla?, exclamó groseramente. Te aseguro que no va a ser necesario inventar ningún problema para desenmascarar al sufista ignorante. Llegaré al resultado que pretendo sin necesidad de fatigar la memoria, y mucho antes de lo que piensas.

Y señalando hacia la gran pajarera interpeló a Beremiz clavando en él sus ojos menudos que destelleaban con fuerza inexorable y fría.

—¡Respóndeme, “Calculador del Anade”. ¿Cuántos pájaros hay en esa pajarera?

Beremiz Samir se cruzó de brazos y se puso a observar con viva atención el vivero indicado. Sería prueba de locura —pensé yo— intentar contar los pájaros que revoloteaban inquietos por la jaula, saltando con increíble ligereza de una percha a otra.

Se hizo un silencio expectante.

Al cabo de unos segundos, el calculador se volvió hacia el generoso Iezid y le dijo:

—Os ruego, ¡oh jeque!, que mandéis soltar inmediatamente a tres de esos pájaros cautivos; será así más sencillo y agradable para mí anunciar el número total…

Aquella petición tenía todo el aire de un disparate. Es lógico que quien sea capaz de contar cierto número podrá contarlo también con tres unidades más.

Iezid, intrigadísimo con la inesperada petición del Calculador, hizo venir al encargado de la pajarera y dio orden de que fuera atendida la petición de Beremiz. Liberados de la prisión, tres lindos colibríes volaron raudos hacia el cielo.

—Ahora hay en esta pajarera, declaró Beremiz en tono pausado, cuatrocientos noventa y seis pájaros.

—¡Admirable!, exclamó Iezid con entusiasmo. ¡La cifra exacta! ¡Y Tara-Tir lo sabe! Yo se lo dije: medio millar exacto había en mi colección. Ahora, libres los tres que soltamos y un ruiseñor que mandé a Moscú, quedan 496…

—Acertó por casualidad, refunfuñó Tara-Tir con gesto de rencor.

El poeta Iezid, instigado por la curiosidad, le preguntó a Beremiz:

—¿Puedes decirme, amigo, por qué preferiste contar 496, cuando tan sencillo eran sumar 496 + 3, o decir simplemente 489?

—Te lo explicaré ¡oh jeque!, respondió con orgullo Beremiz. Los matemáticos procuran siempre dar preferencia a los números notables y evitar resultados inexpresivos o vulgares. Pero entre el 499 y el 496 no hay duda posible. El número 496 es un número perfecto y debe merecer toda nuestra preferencia.

—¿Y qué quiere decir un número perfecto?, preguntó el poeta. ¿En qué consiste la perfección de un número?

—Número perfecto, explicó Beremiz, es el que presenta la propiedad de ser igual a la suma de sus divisores, excluyéndose claro está, de entre ellos el propio número.

Así, por ejemplo, el número 28 presenta 5 divisores menores que 28:

1, 2, 4, 7, 14

La suma de esos divisores:

1 + 2 + 4 + 7 + 14

es precisamente igual a 28. Luego 28 pertenece a la categoría de los números perfectos.

El número 6 también es perfecto. Los divisores de 6 —menores de 6— son:

1, 2 y 3

cuya suma es 6.

Al lado del 6 y del 28 puede figurar el 496 que es también, como ya dije, un número perfecto.

El rencoroso Tara-Tir sin querer oír las nuevas explicaciones de Beremiz, se despidió del jeque Iezid y se retiró mascullando con ira, pues no había sido pequeña su derrota ante la pericia del Calculador. Al pasar ante mí me miró de soslayo con aire de soberano desprecio.

—Te ruego, ¡oh calculador!, se disculpó una vez más el noble Iezid, que no te sientas ofendido por las palabras de mi primo Tara-Tir. Es un hombre de temperamento exaltado y desde que asumió la dirección de las minas de sal, en Al-Derid, se ha vuelto irascible y violento. Ya sufrió cinco atentados y varias agresiones de esclavos.

Era evidente que el inteligente Beremiz no quería causar molestias al jeque. y respondió, lleno de mansedumbre y bondad:

—Si deseamos vivir en paz con el prójimo tenemos que refrenar nuestra ira y cultivar la mansedumbre. Cuando me siento herido por la injuria, procuro seguir el sabio precepto de Salomón:

El necio al punto descubre su cólera;

el sensato sabe disimular su afrenta.

Jamás podré olvidar las enseñanzas de mi bondadoso padre. Siempre que me veía exaltado y deseoso de venganza, me decía:

“Quien se humilla ante los hombres se vuelve glorioso ante Dios”.

Y después de una pequeña pausa, añadió:

—Le estoy muy agradecido, sin embargo, al rudo Tara-Tir, y no le guardo el menor resentimiento. Su turbulento carácter me ha proporcionado ocasión de practicar nueve actos de caridad.

—¿Nueve actos de caridad?, se sorprendió el jeque. ¿Y cómo fue eso?

—Cada vez que ponemos en libertad a un pájaro cautivo, explicó Beremiz, practicamos tres actos de caridad. El primero para con la avecilla, devolviéndola a la vida amplia y libre que le había sido arrebatada, el segundo para con nuestra conciencia, y el tercero para con Dios…

—Quieres decir entonces que si yo diera libertad a todos esos pájaros de la pajarera…

—Te aseguro que practicarías, ¡oh jeque!, mil cuatrocientos ochenta y ocho actos de elevada caridad… exclamó Beremiz prontamente, como si ya supiese de memoria el producto de 496 por 3.

Impresionado por esas palabras, el generoso Iezid determinó que fuesen puestas en libertad todas las aves que se hallaban en la gran jaula.

Los siervos y esclavos quedaron asombrados al oír aquella orden. La colección, formada con paciencia y esfuerzo, valía una fortuna. En ella figuraban perdices, colibríes, faisanes multicolores, gaviotas negras, patos de Madagascar, lechuzas del Cáucaso y varios tipos de golondrinas rarísimas de China y de la India.

—¡Suelten los pájaros!, ordenó de nuevo el jeque agitando su mano resplandeciente de anillos.

Se abrieron las amplias puertas de tela metálica. La cautivas aves dejaron la prisión en bandada y se extendieron por la arboleda del jardín.

Dijo entonces Beremiz:

Cada ave, con sus alas extendidas, es un libro de dos hojas abierto en el cielo. Feo crimen es robar o destruir esa menuda biblioteca de Dios.

Comenzamos entonces a oír las notas de una canción. La voz era tan tierna y suave que se confundía con el trino de las leves golondrinas y con el arrullo de las mansas palomas.

Al principio era una melodía encantadora y triste, llena de melancolía y añoranza, como las endechas de un ruiseñor solitario. Se animaba luego en un crescendo vivo con gorjeos complicados, trinos argentinos, entrecortados gritos de amor que contrastaban con la serenidad de la tarde y resonaban por el espacio como hojas llevadas por el viento. Después volvió el primer tono, triste y doliente y parecía resonar por el jardín con un leve suspiro:

Si hablara yo las lenguas de los hombres

y de los ángeles

y no tuvieracaridad,

sería como el metal que suena

o como la campana que tañe.

  ¡nada sería!...

  ¡nada sería!...

Si tuviera yo el don de la profecía

y toda la ciencia,

de tal modo que transportase los montes

y yo tuviese caridad,

  ¡nada sería!...

  ¡nada sería!...

Si distribuyese mis bienes todos

para sustento de los pobres,

y entregase mi cuerpo para ser quemado,

y no tuviese caridad,

  ¡nada sería!...

  ¡nada sería!...

El encanto de aquella voz parecía envolver la tierra en una onda de indefinible alegría. Hasta el día parecía haberse vuelto más claro.

—Es Telassim quien canta, explicó el jeque al ver la atención con que escuchábamos arrebatados aquella extraña canción.

Los pájaros revoloteaban llenando el aire con sus alegres trinos de libertad. Eran sólo 496, pero daban la impresión de ser diez mil…

Beremiz estaba absorto. En su espíritu sensible penetraron las notas de la canción, uniéndose a la felicidad que le había deparado la liberación de los pájaros. Luego, alzó los ojos buscando de dónde partía aquella voz.

—¿Y de quién son esos bellísimos versos?, pregunté.

El jeque respondió:

—No sé. Una esclava cristiana se lo enseñó a Telassim, y ella no lo olvidó ya más. Deben de ser de algún poeta nazareno. Eso me dijo hace días la hija de mi tío, madre de Telassim.

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