Definición y áreas de interés        Proyecto Salón Hogar

 

Fundación Educativa Héctor A. García
 
Matrimonio
Antropología y Filosofia Social
 
Como toda realidad esencial el matrimonio es una totalidad en la que resuenan los diversos aspectos del hombre, ser compuesto de alma y cuerpo. Pero como no nos es posible intuir con una sola mirada la realidad esencial de las cosas, hay que deshojar laboriosamente los diversos estratos que forman esa única realidad, considerando los diferentes aspectos que integran esa totalidad que llamamos matrimonio.

      1. La sexualidad. A la idea de que la sexualidad (v.) pertenece constitutivamente al ser del hombre se oponen dos concepciones erróneas. Algunos sociólogos tratan de relativizar el carácter bisexual, aceptando como «válidas de un modo general» las diferencias en la vida, de los sentimientos y del ánimo, y en el modo de pensar, de varón y mujer, pero tratando de fundamentarlas en el reparto social de papeles entre ambos sexos, condicionado por la historia. A ello hay que objetar que el condicionamiento histórico de ciertos (no todos) repartos de funciones no es en modo alguno una prueba contra el hecho de que la sexualidad acuña de alguna forma el ser humano. Palabras como «prometida», «esposa», «madre», «padre» tienen sentidos válidos supratemporalmente y no pueden interpretarse como divisiones de papeles socialmente condicionados. Lógicamente la diversidad biológica de ambos sexos se manifiesta también, debido a la esencial relación entre cuerpo y alma, en lo anímico y espiritual.

      Todavía es más funesto presentar la sexualidad como degradación del hombre. La predicación evangélica en el ámbito griego-romano chocó con poderosas corrientes ideológicas que consideraban la sexualidad, es decir, el presupuesto esencial del matrimonio, como un rebajamiento del hombre. La patria de esas ideas sublimadoras, enemigas de lo corporal y de lo sexual, eran el dualismo (v.) persa, el culto de los misterios (v.) de origen oriental, el neoplatonismo (v.), el gnosticismo (v.) y, no en último lugar, el maniqueísmo (v.). Mani exigía de sus escogidos que se impusiesen el «sello sobre los pechos y sobre el regazo»; solamente de ese modo podría conjurarse la desgracia, que se reproduce eternamente, de que el espíritu sea enterrado continuamente por causa del amor y del matrimonio en la cárcel oscura de la carne. Este espiritualismo enemigo de lo sexual ha seducido, frecuentemente de modo larvado, el pensamiento occidental hasta nuestros días.

      Según este equivocado espiritualismo, el hombre habría sido al principio asexual o bisexual y solamente en tiempo posterior, por propia culpa, se habría diferenciado sexualmente. Estas ideas, herencia de una tradición muy antigua, suponen en la diferenciación sexual del hombre un defecto estructural, una deficiencia constitutiva, que no pudo ser querida en el plan primitivo de la Creación, sino que tuvo que provenir de un principio maléfico o que se introdujo en el mundo por culpa del hombre. El matrimonio y la familia serían instituciones que se han hecho necesarias por el fallo del hombre. Estas ideas tal vez estén más extendidas de lo que a primera vista pudiera creerse, de modo más o menos consciente, entre los hombres modernos, a pesar de toda una serie de ilustración pornográfica (v. PORNOGRAFÍA) cada vez más extendida en la vida pública.

      Son falsas estas interpretaciones pesimistas de la sexualidad, que la herejía de los cátaros (v.) quiso introducir en el occidente cristiano. Según el pensamiento cristiano, la diferenciación sexual se contiene en el primitivo plan de la Creación querido por el amor, la -sabiduría y la bondad de Dios y no ha evolucionado del monismo asexual al dualismo sexual como consecuencia del pecado (v.) contra Dios.

      Por otra parte, la propiedad sexual del hombre no debe confundirse con el instinto sexual. Aquélla abarca más y condiciona al ser del hombre y de la mujer en su totalidad, como materia y espíritu. Mientras el hombre, en su calidad de varón, está más orientado a la acción, el fuerte de la mujer está en su ordenación al tú y a la sociedad, a la maternidad (v.), en su modo de ser y de estar a disposición, en su capacidad de sacrificio, y de servicio; por lo demás, no hay que exagerar las diferencias entre el hombre y la mujer. Con todo, permanece el hecho de que el diferente modo de ser del hombre y de la mujer alcanza hasta las más profundas raíces de su constitución físico-espiritual; aun cuando el hombre (v.) y la mujer (v.) hagan las mismas cosas, el modo de realizarlas es distinto, hasta el punto de que el trabajo no doméstico de la mujer en la sociedad industrializada significa no solamente un quehacer más, sino algo cualitativamente nuevo
      Aunque la diferenciación sexual da una totalidad masculina o femenina a la totalidad del ser humano en su estructura física y espiritual, están, sin embargo, ambos sexos en una profunda y tensa relación mutua que hace posible el diálogo en su más profunda dimensión. Los sexos experimentan esta mutua correlación como atracción y promesa, como tarea y responsabilidad. Instintivamente quieren agradarse. Su inclinación mutua puede adoptar formas muy diversas; puede ser noble y desinteresada, pero también comprometedora y egoísta; puede manifestarse como inhibición de temor y, sin embargo, aun en este caso se da una intrínseca relación. En el matrimonio deben unirse, sobre la base de la igualdad de la naturaleza humana, lo característico del varón y lo típico de la mujer en una dichosa vida comunitaria. Por eso el hombre y la mujer tienen que apreciarse en su peculiaridad propia, afirmarla y tomarla en serio. El hombre no debe tratar a su mujer como si siempre fuera solamente la «muchacha joven», como quien dice «una niña grande». Y viceversa.

      2. La fuerza del sexo y del pudor. El poder del sexo, como instintivo impulso vital, está, por su naturaleza, orientado a un fin que rebasa la esfera de lo individual; es un presupuesto para la propagación de la especie humana. El sexo no es algo malo, sino una facultad concedida por Dios al hombre, relacionada intrínsecamente y en su más profunda dimensión con el matrimonio Aun sin la caída del primer hombre se hubiera realizado la propagación del hombre paradisiaco por la unión carnal del hombre y de la mujer.

      Mientras el animal no puede resistir el impulso del instinto, sino que, obligado por él, debe servir a la propagación, le es dado al hombre el dominar y espiritualizar la energía sexual y vivir castamente (v. CASTIDAD III). No se trata en este caso de una opresión antinatural, sino de una verdadera superación. Pero, por otra parte, el hombre puede separar perfectamente la actuación sexual de su finalidad propagadora, es decir, evitar la concepción, lo que le es desconocido al animal. Tal «engaño» de la naturaleza no es fruto de la libertad, sino esclavitud de las pasiones. La fuerza del sexo tiene, por su enraizamiento profundo, un influjo destructor, tanto en el hombre como en la mujer, cuando degenera egoístamente. El instinto sexual debe ser disciplinado.

      Es propio del hombre proteger instintivamente contra la profanación las zonas íntimas de la personalidad. Y así existe, p. ej., en todo hombre, el pudor del alma, es decir, la involuntaria tendencia a no exponer a la vista de los demás el sancta sanctorum de lo personal, como se ve en los diarios de juventud. Como la profanación en el ámbito sexual es especialmente funesta, el instinto de protección, la tendencia al pudor, está en este campo tan fuertemente desarrollado, que cuando se habla del pudor (v.) sin más se alude al pudor sexual. No es ni un resultado de la educación o costumbre ni un efecto del miedo y asco, sino una tendencia natural a la protección que defiende el sentimiento original humano «de caer en la esfera de lo meramente instintivo» (Th. Müncker). Es lamentable que reine en la sociedad moderna un sobreexcitante clima sexual y que la desvergüenza, p. ej., en la vida de diversiones o en la propaganda se abra camino públicamente. Un ataque refinadamente dirigido contra toda clase de pudor, contra el pudor espiritual y sobre todo contra el sexual, está en marcha. El escandaloso desnudismo e indiscreción pone en peligro de modo especial a la juventud y rompe los muros que el matrimonio y la familia han construido como defensa. El pudor sexual es una «reserva» en el doble sentido de la palabra: como retraimiento defensivo y como acumulación de valores, que solamente deben ser entregados en la intimidad del matrimonio Al mismo tiempo, el pudor deja que el amor crezca y madure, mientras «espera como un ángel del temor ante la puerta del misterio que el amor abriría un día», como ha dicho Eugéne Masure. Esta fuerza de la preservación está ordenada esencialmente al matrimonio y conserva su significado en el matrimonio, aunque sea en otra forma.

      3. Amor matrimonial. En muchos pueblos dominó, durante siglos, la costumbre patriarcal de que los padres determinaran el contrayente sin preguntar a los hijos, jugando un papel decisivo los intereses económicos, dinásticos o políticos. Por lo demás, se daba por supuesto que la mutua y profunda inclinación entre los sexos conducía pronto a la simpatía y al afecto. No raramente se veían los novios (v. NOVIAZGO) por primera vez en su vida en el día de la boda; es también «probable que se dieran entonces menos matrimonios infelices que en la actualidad», porque «la atracción de la familia y de los parentescos suplía la de los individuos» (W. Morgenthaler). Entonces se decía: «porque tú eres mi esposa, te quiero»; hoy, en cambio, se dice: «porque te quiero, serás tú mi esposa»

      Naturalmente, el contrato matrimonial de la época patriarcal solamente podía considerarse moralmente correcto cuando los contrayentes daban su asentimiento a la decisión paterna, sin temor y sin coacción, y cuando podía darse por seguro que habría de despertarse el amor mutuo. La Iglesia ha considerado válidos los matrimonio celebrados según costumbre en tiempo del patriarcalismo, mientras ha declarado inválidos los matrimonio celebrados bajo coacción. Y esto de modo eficaz, porque la jurisdicción sobre el matrimonio estaba sometida a los tribunales eclesiásticos.

      Por tanto, el afecto y el amor (v.) eran reconocidos, incluso en la era patriarcal, como fuerzas que conducen al matrimonio Aunque algunos sociólogos afirman que el camino del amor personal para el matrimonio fue ajeno a la era patriarcal y que apareció por vez primera en los s. xi y xii, pocoa poco, por obra de los trovadores y juglares, tal tesis aparece en contradicción con los testimonios históricos. Ya en el libro del Génesis -y en él se describe una situación típicamente patriarcal- se dice: «Amaba Jacob a Raquel... y sirvió Jacob por Raquel siete años, que le parecieron sólo unos días, por el amor que le tenía» (Gen 29,18 ss.). Cuando la madre de Samuel se quedaba sin hijos y se entristecía por ello, su marido, Elcana, le decía: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué está triste tu corazón? ¿No soy yo para ti mejor que diez hijos?» (1 Sam 1,8)

      Ciertamente no se da una palabra de tan sublime y santo contenido, pero simultáneamente designativa de cosas tan rastreras y vulgares, como la sencilla palabra «amor» que se emplea también cuando un ser humano se aprovecha de otro y le somete sexualmente por la fuerza. S. Tomás de Aquino advierte que, en este sentido, podría decirse que el león quiere al ciervo en cuanto le ve u oye su voz: «porque es un bocado exquisito para él» (Sumatrimonio Th. 2-2 g141 a4 ad3). Tal explotación de las bajas pasiones carece de fuerza constructiva en el matrimonio, el cual es propio solamente del amor que es portador de valores. Y éste en su doble forma: como eros y como ágape.

      La general atracción y tensión entre los sexos se especifica y determina en un ser concreto del otro sexo por medio del amor sexual, que pudiéramos llamar eros. El eros está hoy, al principio, en el mayor número de las relaciones matrimoniales; es un «amor de concupiscencia», pero en el sentido más noble. El eros busca complemento, enriquecimiento de vida, felicidad, plenitud en el ser amado. En cambio está amenazado por un doble peligro: por una parte, el peligro de encerrarse en sí mismo, y por otra, el peligro de revestir a la persona amada con una silueta ideal que no responde a la realidad, y que puede conducir fácilmente a la desilusión. También ese amor que llamamos eros suele prometer a veces a los amantes una felicidad que no es posible alcanzar durante el peregrinaje en este mundo. Aun cuando el eros -como amor espiritual del sexo- no está primariamente unido con el instinto sexual, sobre todo en las jóvenes, empuja normalmente hacia el enamoramiento; esta tendencia, como algo vital que es, no permanece inactivo, sino que tiende a introducirse en la intimidad.

      Con el tiempo no bastará el eros para sobrellevar todas las obligaciones del matrimonio; pues «todos esos fuegos se consumen lentamente» (Sigrid Undset). Al amor sensible tiene que unirse aquel otro amor que S. Pablo llama ágape, el cual es «paciente, benigno, no es interesado, no se irrita, no piensa mal, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad no pasa jamás» (1 Cor 13,4-8). Podrán darse matrimonio en los cuales el ágape se una desde el principio al eros. En la mayor parte de los matrimonio el ágape o amor sobrenatural crece paulatinamente. De lo contrario el matrimonio está llamado al fracaso.

      El ágape generoso y desinteresado no tiende, como el eros, al enriquecimiento vital del propio yo, sino de la persona amada. No pretende ser feliz, sino hacer feliz, y se conserva lejos del peligro de «un egoísmo a dúo». El ágape busca la comprensión del otro de modo intuitivo, le acepta como es, con todas sus limitaciones y debilidades, y no proyecta, en la persona amada, ninguna imagen ideal que la transfigure. Este amor de caridad (v.) es un adentrarse de modo propio en el ser del otro y, al mismo tiempo, una disposición para la íntima comunicación vital, a fin de ayudarse a llevar conjuntamente los deberes y obligaciones.

      Al eros y, sobre todo, al amor sobrenatural, desinteresado y comunicativo, les es propio una fuerza transformadora. Aquí encuentran todos los aspectos de lo sexual su sentido pleno y su sublimación. Eros y ágape penetran y acrisolan lo sexual en el hombre, no para suprimirlo, sino para ennoblecerlo. Lo sensible y lo sexual se convierten en expresión del amor matrimonial y le preservan de convertirse en un desenfrenado fin de sí mismo. También la fuerza de preservación del pudor encuentra en el amor su cumplimiento, puesto que el hombre, sin temor de violencia, puede hacer entrega de lo más recóndito y personal. Del mismo modo, el deseo de agradarse mutuamente, que puede degenerar fácilmente en coquetería, será vivido con plenitud de sentido en el verdadero amor.

      4. La procreación. El amor y entrega matrimoniales se orientan por su propia naturaleza a la generación de nueva vida. «El hombre no puede ser sexualmente activo, sin iniciar procesos que, en su contenido y según su intrínseca plenitud de sentido y por su esencial finalidad, no sean parte integrante del despertar de nueva vida» (Wendelin Rauch). Como consecuencia de esta ordenación intrínseca, la procreación no debe separarse del amor matrimonial, p. ej., mediante la inseminación artificial o el abuso del matrimonio (v. v, 6)

      El fin principal del matrimonio es la procreación de los hijos. Una y otra vez se ha intentado presentar objeciones a este aspecto del matrimonio Peter Franz Reichnsperger, p. ej., opinaba en 1847 que «la verdadera definición intrínseca» del matrimonio es la «total felicidad y ennoblecimiento de los hombres» en la «comunidad indivisa de la vida», «pero que la procreación de hijos no es más que un fin accesorio y no absolutamente esencial». La opinión de que la comunidad de vida y amor de varón y mujer es el fin primario del matrimonio ganó no pocos partidarios, especialmente en los años treinta del s. xx: la «comunidad yo-tú» es «lo primariamente intentado y querido por el matrimonio» y «no la introducción de un tercero, puesto fuera del varón y de la mujer, al que miran en común» (F. Schwendiger); la opinión de la «teología antigua», que «desde condicionamientos históricos vio el fin primero y principal del matrimonio en la procreación de descendencia y en su educación», no es sostenible «en esta forma, ya que no hace justicia ni a la comunidad matrimonial ni a la mujer» (N. Rocholl)

      Estas doctrinas están en contradicción con la finalidad inmanente del matrimonio en cuanto institución natural. El fin principal es, sin duda, la generación y crianza de los hijos (finis operis primarius). Pero, además, el matrimonio tiene otro sentido objetivamente inmanente (otro finis operis), a saber, la comunidad de vida y amor de varón y mujer, que suele llamarse secundario (f inis operis secundarius). Aunque el fin secundario está esencialmente vinculado y subordinado al primario, le compete, como se dice en una sentencia de la Rota del 22 de en. de 1944, «cierta independencia», ya que puede cumplirse también en el matrimonio sin hijos, pero no en el matrimonio en el que deliberadamente se han evitado éstos. La comunidad de vida y amor forma una unidad natural con la procreación y educación de los hijos; si éstos se evitan no es posible íntegramente aquélla; una prueba es el pensar que un matrimonio feliz siente cuando no puede tener hijos o involuntariamente tardan éstos en llegar. Distinta puede ser la razón de fines del matrimonio si atendemos a las intenciones personales de los esposos (al (inis operantis), pero es necesario que los fines del matrimonio estén estrechamente entrelazados, ya que la felicidad, perfeccionamiento y desarrollo personales se realizan en el dar la vida y en el educar. En este sentido los hijos son de inestimable importancia para la comunidad de vida y unión de los esposos. Preocupa profundamente que muchos esposos abusen del matrimonio y apenas quieran reconocer ya como pecado su conducta; es decir, que capitulen en masa ante el cumplimiento de un importante precepto natural y se deslicen a vivir en una laxitud de conciencia como la que antes estaba bastante difundida en algunas regiones frente a las «razones» de venganza personal.

      5. El matrimonio como contrato e institución. En la Enc. Casti connubii (parte II) de Pío XI se dice: «El matrimonio tiene solamente lugar a través del libre consentimiento de ambos contrayentes». Objeto de esta unión de voluntades, que «no puede ser sustituida por ningún poder humano», es, con todo, solamente esto: «que los contrayentes quieran o no contraer realmente matrimonio, y, a decir verdad, con una determinada persona». Por otra parte, la naturaleza del matrimonio «está completamente sustraída al capricho de los contrayentes, de modo que quien haya contraído una vez matrimonio se someta a las leyes divinas y a la naturaleza intrínseca del mismo» (Denz. Sch. 3700). Mientras otros contratos están sujetos al libre convenio de los contrayentes, el contrato matrimonial está determinado en su contenido por su misma naturaleza, es decir, por Dios mismo. La celebración del matrimonio en la forma contractual de modo que cree una obligación ante Dios y ante los hombres es una exigencia del orden social y, al mismo tiempo, una manifestación del amor conyugal, que se expresa a través del juramento santo como unidad, indisolubilidad y exclusividad. En este sentido es el contrato matrimonial «la traducción jurídica del concepto del amor» (R. Savatier)

      El liberalismo (v.) individualista de fines del s. xvrt empezó a disentir enérgicamente del convencimiento, general en todos los pueblos y en todos los tiempos, de que existen instituciones sociales de naturaleza anterior al convenio humano. El Dictionnaire philosophique, fundado por Voltaire (v.), de mentalidad racionalista, designó el matrimonio como «un simple contrato entre ciudadanos» que podía ser en todo tiempo disuelto, «sin que necesitase de otro motivo que el de la expresa voluntad de los esposos». Igualmente el decreto de la Revolución francesa de 20 sept. 1792 dio una interpretación individualista del matrimonio: «Un lazo indisoluble» destruye «la libertad individual»; por lo mismo, se le concede al esposo la declaración de divorcio, aduciendo como motivo exclusivo la falta de la armonía de intereses característica del matrimonio Durante largo tiempo se quiso suprimir el código jurídico de la Revolución francesa de 1789 al 1804 por tratarse de «un derecho de transición, de corta vida»; pero sus efectos se dejan notar de modo manifiesto en el derecho matrimonial hasta nuestros días.

      Aun cuando el indivualismo liberal -al menos en lógica consecuencia- despojó al matrimonio de sus propiedades esenciales, tuvo que confesar que las relaciones entre el hombre y la mujer no podían dejarse al puro capricho. Así se comprende que el Estado (v.), el cual por una concepción individualista de la sociedad (v.) se opuso al individuo como un poder ilimitado, exigiera para sí la prerrogativa sobre el matrimonio y la familia y la facultad de fijar el derecho matrimonial y someterlo a sus leyes. Es digno de notar que José 11, bajo el influjo del enciclopedismo, declarara en el decreto oficial sobre el matrimonio de 16 en. 1783 que «el matrimonio debía considerarse como contrato civil» y «que recibía su naturaleza, valor jurídico y finalidad, única y exclusivamente de nuestras leyes nacionales»; una concepción que ha encontrado cada vez más amplia difusión en los s. xlx y xx. La doctrina cristiana mantiene su posición frente a todo intento de relativizar el matrimonio o de entregar al poder estatal parte alguna esencial del matrimonio León XIII escribe en la Enc. Rerum novarum (no 9): «Ninguna ley humana puede limitar la finalidad principal del matrimonio, que fue fijada por la autoridad de Dios al principio de la historia del género humano»; el matrimonio «es anterior al Estado; por ello tiene determinados y peculiares derechos y obligaciones que no dependen en nada del Estado»

      Muchas personas, en la sociedad industrializada, quieren colocar su anhelo de felicidad individual y subjetiva sin tener en cuenta el orden querido por Dios. Sobre todo, la indisolubilidad del matrimonio es, para muchos, piedra de escándalo (v. iv, 5). René Savatier escribe, con razón, que el divorcio (v.), del cual se prometía «la mitigación de los sufrimientos del matrimonio, produjo, por el contrario, un aumento de esas amarguras»; todo divorcio «es la dolorosa bancarrota de todo un capital de sueños apasionadamente queridos». La retirada «deja a las partes interesadas como objetos usados y no como hombres íntegros», en frase de Joseph Bernhart.

      Tendría consecuencias insospechables capitular ante la conducta de una gran parte de la población y convertir la opinión y las circunstancias mudables en norma última de virtud. El Tribunal Supremo de Justicia en Alemania calificó de falsa toda decisión judicial «en la que solamente sirva de pauta la realidad social, desnuda de toda interpretación moral. Ello significaría que la acción humana no se debe juzgar según una norma, sino que ella se constituye en norma de sí misma». La jurisprudencia debe partir de que «los preceptos que fijan y garantizan fundamentalmente las relaciones sexuales y la vida comunitaria de marido y mujer -y a través de ellas, y simultáneamente, garantizan el orden debido en el matrimonio, y últimamente el orden social- son normas derivadas de la ley natural y no simples leyes convencionales sometidas al cambiante capricho de algunos grupos sociales»

      En los Estados Unidos (Kinsey Report) y en Europa, cada vez más, se suelen organizar encuestas en «la esfera íntima», no solamente para conocer la opinión y la actitud real de la gente en el terreno de lo sexual, sino para poner como norma de conducta el «se piensa», «se hace», a través de la divulgación de los resultados de la encuesta, fundamentándolo en un relativismo sociológico. La doctrina cristiana enseña que el pecado, es decir, la caída en el orden moral, es una triste realidad: «Si dijéramos que no tenemos pecado nos engañaríamos a nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros» (I lo 1,8). Desde este punto de vista resulta ridículo anunciar, como una novedad, que mucha gente -particularmente en el terreno de lo sexual- no se atiene a la norma moral; y todavía más ridículo resulta el intento de elevar a la categoría de norma moral el comportamiento medio del hombre pecador, obtenido a través de las encuestas.

      Para acabar, de todo lo dicho se puede deducir que hay tres características esenciales para la validez del matrimonio y que, por lo mismo, deben ser incluidas en el signo afirmativo «sí»: la ordenación a la procreación de nuevas vidas, la dualidad de hombre y mujer, y la indisolubilidad. En el caso de que las leyes civiles determinen otra cosa, valen para los cristianos las palabras de S. Juan Crisóstomo: «No me cites las leyes que han sido dictadas por los de afuera... Dios no nos juzgará en el día del juicio por aquellas leyes, sino por las leyes que El mismo ha dado» (Aclaración a la la Carta a los Corintos 7,39 ss.)
     
     
     
     
JOSEPH HOFFNER
    BIBL.: J. H()FFNER, Matrimonio y familia, 2 ed. Madrid 1966; fD, Doctrina social cristiana, Madrid 1964, 85-143; G. B. GUZZETTI, Matrimonio e famiglia, 2 ed. Turín 1967 1. J. KANE, Marriage and the family, 2 ed. Nueva York 1954; J. LECLERCQ, Mariage naturel et mariage chrétien, Tournai 1965; fD, La familia, Barcelona 1967; E. LESTAPIs, Amor e institución familiar, Bilbao 1962; J. MESSNER, Ética social, política y económica, Madrid 1967, 593-642; J. PIEPER, El amor, Madrid 1972; G. THIBON, Sobre el amor humano, Madrid 1965; G. SCHMIDr, Amor, Matrimonio y Familia, 3 ed. Barcelona 1954