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L  a  G r a n  E n c ic l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

EL PULGAR DEL INGENIERO

Continuación...

»Dentro de la casa reinaba una oscuridad absoluta y el coronel buscó en vano cerillas, mientras rezongaba para sus adentros, pero de pronto se abrió una puerta al otro lado del pasillo y una larga y dorada franja de luz avanzó en nuestra dirección. La franja se ensanchó y apareció una mujer que sostenía una lámpara encendida por encima de su cabeza y avanzaba el cuello para mirarnos. Pude ver que era hermosa y, por el brillo que la luz producía en su vestido oscuro, comprendí que éste era de un género de gran calidad. Dijo unas palabras en un idioma extranjero y en el tono de quien hace una pregunta, y cuando mi acompañante contestó con un brusco monosílabo, ella experimentó tal sobresalto que la lámpara estuvo a punto de caérsele de la mano. El coronel Stark se acercó a ella y le quitó la lámpara, murmurándole algo al oído, y después, empujándola hacia el cuarto del que había salido, avanzó de nuevo hacia mi con la lámpara en la mano.
»–Le ruego que tenga la bondad de esperar unos minutos en esta habitación –me dijo, abriendo otra puerta. Era una habitación pequeña, discreta , amueblada con sencillez, con una mesa redonda en el centro, en la que había esparcidos varios libros en alemán. El coronel Stark puso la lámpara sobre un armario que había junto a la puerta–. No le haré esperar mucho tiempo –me aseguró, y se desvaneció en la oscuridad.
»Examiné los libros y, a pesar de mi ignorancia del idioma alemán, pude ver que dos de ellos eran tratados científicos y los otros volúmenes de poesía. Entonces me dirigí hacia la ventana, esperando poder echar un vistazo al paisaje rural, pero la cubría un porticón de madera de roble asegurado con recios barrotes. Era una casa asombrosamente silenciosa. Un reloj antiguo dejaba oir un ruidoso tictac en algún lugar del pasillo, pero aparte dc esto reinaba por doquier una quietud mortal. Una vaga sensación de intranquilidad empezó a apoderarse de mí. ¿Quiénes eran aquellos alemanes, y qué hacían en un lugar tan extraño y aislado? ¿Y dónde estaba ese lugar? A unas diez millas de Eyford era todo lo que sabía yo, pero si era al norte, al sur, al este o al oeste, no tenía la menor idea. En este aspecto, Reading, y acaso otras poblaciones importantes, se encontraba dentro de este radio, de modo que tal vez el lugar no estuviera tan aislado, después de todo. No obstante, a juzgar por aquella quietud absoluta no cabía duda de que estábamos en el campo. Paseé de un lado a otro de la habitación, entonando una cancioncilla entre dientes para mantener el ánimo y pensando que me estaba ganando cumplidamente las cincuenta guineas de mis honorarios.


»De pronto, y sin ningún sonido preliminar en medio del profundo silencio, la puerta de mi habitación se abrió lentamente. La mujer se perfiló en la abertura, con la oscuridad del vestíbulo detrás de ella, mientras la luz amarillenta de mi lámpara iluminaba su bellísima y angustiada cara. Pude ver en seguida que estaba aterrorizada, y esta visión provocó también un escalofrío en mi corazón. Mantenía en alto un dedo tembloroso para pedirme silencio y murmuró unas cuantas palabras entrecortadas en un inglés vacilante, con unos ojos como los de un caballo asustado, mirando hacia atrás, hacia las tinieblas a su espalda.
»–Yo me iría –dijo, procurando, según me pareció, hablar con calma–. Yo me iría. Yo no me quedaría aquí. quedarse no es bueno para usted.
»–Pero, señora –repuse–, todavía no he hecho lo que me ha traído aquí. No puedo marcharme sin haber visto la máquina.
»–No merece la pena que espere –insistió ella–. Puede salir por la puerta y nadie se lo impedirá.
»Entonces, al ver que yo sonreía y meneaba la cabeza negativamente, abandonó toda compostura y dio un paso adelante, con las manos entrelazadas.
»–¡Por el amor de Dios! –exclamó–. ¡Márchese de aquí antes de que sea demasiado tarde!
»Pero por naturaleza soy un tanto obstinado y más me empeño en hacer algo cuando se tercia algún obstáculo. Pensé en mis cincuenta guineas, en mi fatigoso viaje y en la desagradable noche que parecía esperarme. ¿Iba a ser todo a cambio de nada? ¿Por qué tenía yo que escabullirme sin haber realizado mi misión y sin cobrar lo que se me debía? Que yo supiera, aquella mujer bien podía ser una monomaniaca. Con una firme postura, por consiguiente, aunque la actitud de ella me había impresionado más de lo que yo quisiera admitir, seguí denegando con la cabeza e insistí en mi intención de quedarme. Estaba ella a punto de reanudar sus súplicas cuando arriba se cerró
ruidosamente una puerta y se oyeron los pasos de varias personas en la escalera. Ella escuchó unos instantes, alzó las manos en un gesto de desesperación y desapareció tan súbitamente como silenciosamente se había presentado.
»Los recién llegados eran el coronel Lysander Stark y un hombre bajo y grueso, con una barba hirsuta que crecía en los pliegues de su doble papada y que me fue presentado como el señor Ferguson.
»–Es mi secretario y administrador –explicó el coronel–. A propósito, yo tenía la impresión de haber dejadao la puerta cerrada hace unos momentos. Temo que le haya molestado la corriente de aire.
»–Al contrario –repliqué–, yo mismo la he abierto, porque este cuarto me parecía un poco cerrado.
»Me lanzó una de sus miradas suspicaces.
»–Pues tal vez sea mejor que pongamos manos a la obra –dijo–. El señor Ferguson y yo le acompañaremos a ver la máquina.
»–Entonccs sera mejor que me ponga el sombrero.
»–No vale la pena, pues está aquí en la casa.
»–¿Cómo? ¿Extraen tierra de batán en la misma casa?
»–No, no. La máquina sólo se emplea cuando comprimimos la tierra. ¡Pero esto poco importa!
Lo único que deseamos es que la examine y nos diga qué le pasa.
»Subimos los tres, el coronel delante con la lámpara y detrás el obeso administrador y yo. Era una casa vieja y laberíntica, con corredores, pasillos, estrechas escaleras de caracol y puertas pequeñas y bajas, cuyos umbrales mostraban la huella de las generaciones que los habían cruzado. No había alfombras ni señales de mobiliario más arriba de la planta baja y, en cambio, el estuco se estaba desprendiendo de las paredes y la hu-medad se filtraba formando manchones de un feo color verdoso. Yo procuraba mostrar una actitud tan despreocupada como me era posible, pero no
había olvidado las advertencias de la dama, aunque las dejara de lado, y mantenía una mirada vigilante sobre mis dos acompañantes. Ferguson parecía ser un hombre malhumorado y silencioso, pero, por lo poco que dijo, supe que era por lo menos compatriota mío.


»El coronel Lysander Stark se detuvo por fin ante una puerta baja, cuya cerradura abrió. Había al otro lado un cuarto pequeño y cuadrado, en el que los tres dificilmente podíamos entrar al mismo tiempo. Ferguson se quedó afuera y el coronel me hizo entrar.
»–De hecho –dijo–, nos encontramos ahora dentro de la prensa hidráulica, y seria
particularmente desagradable para nosotros que alguien la pusiera en marcha. El techo de este cuartito es en realidad el extremo del pistón descendente, y baja con la fuerza de muchas toneladas sobre este suelo metálico. Afuera, hay unos pequeños cilindros laterales de agua que reciben la presión y que la transmiten y multiplican de la manera que a usted le es familiar. La máquina se pone en marcha, pero hay una cierta rigidez en su funcionamiento y ha perdido algo de su potencia.
Tenga la bondad de examinarla y de explicarnos cómo podemos repararla.
»Me entregó su lámpara y yo inspeccioné detenidamente la máquina. Era, desde luego, una prensa gigantesca, capaz de ejercer una presión enorme. Cuando pasé al exterior, sin embargo, y accioné las palancas que la controlaban, supe en seguida, por un ruido siseante, que había una ligera fuga que permitía una regurgitación del agua a través de uno de los cilindros laterales. Un examen mostró que una de las bandas de goma que rodeaban el cabezal de una de las barras impulsoras se había encogido y no cubría por completo el cilindro a lo largo del cual trabajaba. Tal era, claramente, la causa de la pérdida de potencia, y así lo indiqué a mis acompañantes, que escucharon muy atentamente mis observaciones e hicieron varias preguntas concretas sobre lo que debían hacer para reparar la prensa. Una vez se lo hube explicado, volví a la cámara principal de la máquina y le eché un buen vistazo para satisfacer mi curiosidad.
»Al momento resultaba obvio que la historia de la tierra de batán no era más que un embuste, pues resultaba absurdo suponer que se pudiera destinar una máquina tan potente a una finalidad tan inadecuada. Las paredes eran de madera, pero el suelo consistía en una gran plancha de hierro, y cuando la examiné detenidamente pude ver sobre ella una costra formada por un poso metálico. Me había agachado y la raspaba para saber exactamente qué era, cuando oí una sorda exclamación en alemán y vi la faz cadavérica del coronel que me miraba desde arriba.
»- ¿Oué está haciendo aquí? –pregunto.
»Yo estaba indignado por haberme dejado engañar por una historia tan rebuscada como la que me había contado.


»–Estaba admirando su tierra de batán –repliqué–. Creo que podría aconsejarle mejor respecto a su máquina, si supiera exactamente con qué propósito ha sido utilizada.
»Apenas habla pronunciado estas palabras, lamenté la franqueza de las mismas. El rostro del coronel pareció endurecerse y una luz amenazadora bailó en sus ojos grises.
»–Muy bien –dijo–, pues va a saberlo todo acerca de ella.
»Dio un paso atrás, cerró de golpe la puertecilla y dio vuelta a la llave en la cerradura. Me precipité hacia ella y forcejeé con la manija, pero era una puerta muy segura y no cedió en lo más mínimo, pese a mis patadas y empujones.
»–¡Oiga! –grité–. ¡Oiga, coronel! ¡Déjeme salir!
»Y entonces, en el silencio, oyóse de pronto un ruido que hizo agolpar la sangre en mi cabeza. Era el chasquido metálico de las palancas y el silbido del escape en el cilindro. Había puesto la máquina en marcha. La lámpara se encontraba todavía en el suelo metálico, donde la había colocado al inspeccionarlo. Su luz me permitió ver que el negro techo descendía sobre mi, lentamente y a sacudidas, pero, como nadie podía saber mejor que yo, con una fuerza que al cabo de un minuto me habría reducido a una papilla informe. Me abalancé, chillando, contra la puerta y forcejeé con la cerradura. Imploré al coronel que me dejara salir, pero el implacable ruido de las palancas sofocó mis gritos. El techo se encontraba tan sólo a tres o cuatro palmos de mi cabeza; levanté la mano y pude palpar su dura y áspera superficie. Acudió entonces a mi mente la idea de que la condición dolorosa de mi muerte dependería muchísimo de la posición con la que yo la esperase; si me echaba boca abajo el peso gravitaria sobre mi columna vertebral. Me estremecía al pensar en el espantoso chasquido al romperse. Tal vez resultara más fácil hacerlo al revés, pero ¿tendría la sangre fría necesaria para contemplar, echado, aquella mortal sombra negra que descendía, oscilante, sobre mí? Ya no me era posible mantenerme de pie, cuando mi vista captó algo que devolvió un soplo de esperanza a mi corazón.
»He dicho que, aunque el suelo y el techo eran de hierro, las paredes eran de madera. Al dar una última y apresurada mirada a mi alrededor, vi una fina línea de luz amarilla entre dos de las tablas, línea que se ensanchó más y más al correrse hacia atrás un pequeno panel. Por un instante apenas pude creer que hubiese de veras una puerta que me alejara de la muerte. Un momento después, me lancé a través de la abertura y me desplomé, medio desmayado, al otro lado de ella. El panel se había cerrado de nuevo detrás de mí, pero la rotura de la lámpara y, momentos después, el choque entre las dos planchas metálicas, me indicaron bien a las claras que había escapado por los pelos.


»Me hizo volver en mí un frenético tirón en mi muñeca, y me encontré echado en el suelo de piedra de un estrecho corredor, con una mujer agachada que ti-aba de mí con la mano izquierda, mientras sostenía una vela con la derecha. Era la misma buena amiga cuya advertencia había despreciado con tanta imprudencia.
»–¡Vamos, vamos! –exclamó casi sin aliento–. Estarán aquí dentro de un momento y descubrirán su ausencia. ¡Por favor, no pierda un tiempo tan precioso y venga!
»Esta vez, al menos, no eché en saco roto su consejo. Me levanté, tambaleándome, y corrí con ella a lo largo del pasillo, para bajar después por una escalera de caracol. Esta conducía a otro pasillo ancho y, apenas llegamos a él, oímos el ruido de pies que corrían y gritos de dos voces –una que contestaba a la otra– desde la planta en que nos encontrábamos y desde el piso de abajo. Mi guía se detuvo y miró a su alrededor, como la persona que llega al término de sus recursos. Abrió entonces una puerta que daba a un dormitorio, a través de cuya ventana la luna brillaba expléndidamente.
»–Es su única posibilidad –dijo–. Es alto, pero tal vez usted sea capaz de saltar.
»Mientras hablaba, se dejó ver una luz en cl extremo más distante del pasillo, y vi la magra silueta del coronel Lysander Stark que corría hacia nosotros con una linterna en una mano y un arma parecida a un cuchillo de carnicero en la otra. Crucé precipitadamente el dormitorio, abrí de par en par la ventana y miré al exterior. El jardín no podía parecer más tranquilo, agradable y acogedor a la luz de la luna, y la altura no podía superar los quince pies. Trepé al alféizar pero vacilé antes de
saltar, hasta haber oído lo que pasaba entre mi salvadora y el malvado que me perseguía. Si la maltrataba, yo estaba dispuesto, a cualquier precio, a correr en su ayuda. Apenas acababa de imponerse este pensamiento en mi mente, cuando él ya se encontraba en la puerta, forcejeando con la mujer para abriise camino, pero ella le rodeó con los brazos y trató de contenerlo.
»–;Fritz! ¡Fritz! –gritó. Y en inglés le dijo–: Recuerda lo que prometiste la última vez. Dijiste que no volvería a pasar. ¡El no hablará! ¡Te digo que no hablará!
»–¡Estás loca, Elise! –gritó él a su vez, luchando para desprendersc de ella–. Será nuestra ruina. Ha visto demasiado. ¡Déjame pasar, te digo!
»La empujó a un lado y, precipitándose hacia la ventana, me atacó con su pesada arma. Yo había atravesado la ventana y me sujetaba con ambas manos, colgando del alféizar, cuando descargó su golpe. Noté un dolor sordo, mis manos se distendieron y caí al jardín.


»Me sentí conmocionado pero no lesionado por la caída, de modo que me levanté y eché a correr con todas mis fuerzas a través de los matorrales, pues comprendía que todavía distaba mucho de poder considerarme fuera de peligro. Sin embargo, mientras corría me invadió de pronto una violenta sensación de mareo, acompañada de náuseas. Miré mi mano, que experimentaba dolorosas pulsaciones, y vi entonces, por primera vez, que mi pulgar había sido seccionado y que la sangre brotaba de mi herida. Me las arreglé para atar mi pañuelo a su alrededor, pero noté un repentino zumbido en mis oídos y un momento después yacía entre los rosales, víctima de un profundo desmayo.


»No me es posible decir cuánto tiempo permaneci inconsciente. Debió de ser mucho tiempo, pues al volver en mí la luna se había puesto y despuntaba ya una radiante mañana. Mis ropas estaban empapadas por el rocio y la manga de mi chaqueta manchada por la sangre procedente de mi pulgar amputado. El dolor que sentía en la herida me recordó en un instante todos los detalles de mi aventura nocturna, y me puse en pie con la sensación de que muy difícilmente podía estar a salvo de mis perseguidores. Pero, con gran asombro por mi parte, cuando me decidí a mirar a mi alrededor, no había ni casa ni jardín a la vista. Había estado tumbado junto a un seto próximo a la carretera; un poco más abajo había un edificio de construcción baja y alargada que, al aproximarme, resultó ser la misma estación a la que yo había llegado la noche anterior. De no ser por la fea herida en mi mano,
todo lo ocurrido durante aquellas terribles horas bien hubiera podido ser una pesadilla.
»Medio aturdido, entré en la estación y pregunte por el tren de la mañana. Habría uno con destino a Reading antes de una hora. Observé que estaba de servicio el mismo mozo de estación al que vi cuando llegué yo, y le pregunté si había oído hablar del coronel Lysander Stark. El nombre le era desconocido. ¿No había observado, la noche antes, un carruaje que me estaba esperando? No, no lo había visto. ¿Había un puesto de policía cerca de allí? Había uno, a unas tres millas de distancia.
»Era demasiado trecho para mí, débil y enfermo como me sentía. Decidí esperar hasta volver a la ciudad antes de contarle mi historia a la policía. Eran poco más de las seis cuando llegué, de modo que lo primero que hice fue pedir que me curasen la herida y después el doctor ha tenido la amabilidad de traerme aquí. Pongo el caso en sus manos y haré exactamente lo que usted me aconseje.
Los dos permanecimos sentados y en silencio un buen rato, después de oir su extraordinaria narración. Finalmente, Sherlock Holmes extrajo de la estantería uno de los gruesos libros de aspecto corriente en los que colocaba sus recortes.
–Hay aquí un anuncio que le interesará –dijo–. Apareció en todos los periódicos hace cosa de un año. Escuche esto: «Desaparecido, a partir del nueve del corriente, Jeremiah Haydling, de veintiséis años, ingeniero de obras hidráulicas. Salió de su domicilio a las diez de la noche y desde entonces no se ha sabido de él. Vestía... » ¡Ajá! Esto indica la última vez, sospecho, que el coronel necesitó reparar su máquina.
–¡Cielos! –exclamó el paciente–. Entonces, esto explica lo que dijo la joven.
–Indudablemente. Está bien claro que el coronel es un hombre frío y desesperado, absolutamente decidido a que nada le obstaculice el camino en su juego, como aquellos piratas encallecidos que no dejaban ningún superviviente en el barco que capturaban. Bien, ahora cada momento es precioso, por lo que, si usted se siente con fuerzas para ello, iremos en seguida a Scotland Yard como preliminar a nuestra visita a Eyford. Unas tres horas después nos encontrábamos todos en el tren, en el trayecto desde Reading hasta el pueblecillo de Berkshire. Eramos Sherlock Holmes, el in-eniero de obras hidráulicas, el inspector Bradstreet de Scotland Yard, un agente de paisano y yo. Bradstreet había desplegado un mapa del condado sobre el asiento y con un compás se dedicaba a trazar un círculo con Eyford como centro.
–Ya ven ustedes –dijo–. Este círculo ha sido trazado con un radio de diez millas respecto al pueblo. El lugar que nos interesa debe de estar próximo a esta línea. ¿Dijo diez millas, verdad, señor?
–Fue una hora de trayecto bien larga.
–¿Y usted cree que le llevaron de nuevo al punto de partida, cuando estaba inconsciente? –Tuvieron que hacerlo. Tengo también el confuso recuerdo de haber sido levantado y conducido a alguna parte.
–Lo que no logro comprender –dije yo– es por qué le respetaron la vida cuando lo encontraron desmayado en el jardín. Tal vez el villano se ablandó ante las súplicas de la mujer.
–Esto no me parece nada probable. En toda mi vida he visto un rostro más inexorable.
–Muy pronto aclararemos todo esto –aseguró Bradstreet–. Bien, yo he dibujado mi circulo, y lo único que desearía saber es en qué punto se puede encontrar a la gente que andamos buscando.
–Creo que yo podría señalarlo –manifestó tranquilamente Holmes.
–~De veras? –exclamó el inspector–. ¿De modo que ya se ha formado su opinión? Vamos a ver quien está de acuerdo con usted. Yo digo que está al sur, pues la campiña allí está más solitaria.
–Y yo digo al este –aventuró mi paciente.
–Yo me inclino por el oeste –observó el agente de paisano–. Hay allí unos cuantos pueblecillos muy tranquilos.
–Y yo por el norte –declaré–, porque allí no hay colinas y nuestro amigo asegura que no notó que el coche subiera ninguna cuesta.
–~Vaya diversidad de opiniones! –exclamó el inspector, riéndose–. Entre todos hemos agotado las posibilidades del compás. ¿Y usted, a quien concede su voto decisorio?
–Todos ustedes están equivocados –afirmó Holmes.
–¡Es imposible que lo estemos todos!
–Ya lo creo que sí. Este es mi punto. –Puso el dedo en el centro del círculo–. Aquí es donde los encontraremos.
–Pero ¿y el trayecto de doce millas? –dijo Hatherley estupefacto.
–Seis de ida y seis de vuelta. Nada puede ser más simple. Antes ha dicho que, al subir usted al carruaje, observó que el caballo estaba tranquilo y tenía el pelo reluciente. ¿Cómo se explicaría esto, tras un recorrido de doce millas por caminos intransitables?
–Desde luego, es un truco que no deja de ser probable –observó Bradstreet pensativo–. De lo que no puede haber duda es acerca de la naturaleza de esta pandilla.
–Ni la menor duda –dijo Holmes–. Son falsificadores de moneda a gran escala que utilizan la máquina para prensar la aleación que sustituye la plata.
–Sabíamos desde hace tiempo que actuaba una banda bien organizada –explicó el inspector–. Han estado acuñando monedas de media corona a millares. Incluso les seguimos la pista hasta Reading, pero no nos fue posible llegar más lejos, pues habían disimulado sus huellas de una manera que indicaba su gran veteranía. Pero ahora, gracias a esta afortunada oportunidad, creo que los tenemos bien atrapados.
Pero el inspector se equivocaba, pues aquellos criminales no tenían como destino el de caer en manos de la policía. Al entrar el tren en la estación de Eyford, vimos una gigantesca columna de humo que ascendía por detrás de una pequeña arboleda cercana y se cernía sobre el paisaje como una inmensa pluma de aves-truz.
–¿Una casa incendiada? –preguntó Bradstreet, mientras el tren proseguía su camino.
–Sí, señor –contestó el jefe de estación.
-~Cuándo se ha producido?
–He oído decir que ha sido durante la noche, pero ha ido en aumento y todo el lugar es una hoguera.
–~De quién es la casa?
–Del doctor Beecher.
–Digame –intervino el ingeniero–, ¿el doctor Beecher es alemán, un hombre muy delgado y con una nariz larga y ganchuda?
El jefe de estación se rió con ganas.
–No, señor. El doctor Beecher es inglés y no hay hombre en toda la parroquia que tenga mejor relleno bajo el chaleco. Pero vive en su casa un señor, un paciente según tengo entendido, que es extranjero y que da la impresión de que le convendría un buen bisté del Berkshire.
No había terminado su explicación el jefe de estación cuando ya nos dirigíamos todos, presurosos, hacia el fuego. La carretera ascendía a lo alto de una colina y apareció ante nosotros un gran edificio de paredes encaladas del que brotaban llamas por todas las ventanas y aberturas, mientras en el jardín anterior tres coches de bomberos trataban en vano de sofocar el incendio.
–~Es aquí! –gritó Hatherley muy excitado–. Allí está el camino de entrada, y allá los rosales donde yacía yo. Aquella segunda ventana es la que utilicé para saltar.
–Al menos –dijo Holmes– se vengó usted de ellos. No cabe la menor duda de que fue su lámpara de aceite la que, al ser aplastada por la prensa, prendió fuego a las paredes de madera, aunque tampoco cabe duda de que estaban demasiado excitados persiguiéndole a usted, para darse cuenta de ello en aquel momento. Y ahora mantenga los ojos bien abiertos y busque, entre esta multitud, a sus amigos de anoche, aunque mucho me temo que en estos momentos se en-ontrarán a un buen centenar de millas de distancia.


Los temores de Holmes se hicieron realidad, pues hasta el momento no se ha oído ni una sola palabra de la hermosa mujer, el siniestro alemán o el huraño inglés. Aquella mañana, a primera hora, un campesino había visto un carruaje en el que viajaban varias personas y que transportaba unas cajas muy voluminosas, dirigirse con rapidez hacia Reading, pero allí desaparecía toda traza de los fugitivos, y ni siquiera el ingenio de Holmes fue capaz de averiguar la menor pista de su paradero.
Los bomberos se habían sentido muy desconcertados ante la extraña disposición del interior de la casa, y todavía más por el descubrimiento de un dedo pulgar humano, recientemente amputado, en el alféizar de una ventana del segundo piso. Al atardecer, sin embargo, sus esfuerzos se vieron por fin recompensados y lograron sofocar las llamas, pero no antes de que se hubiera derrumbado el techado y de que todo el lugar hubiera quedado reducido a una ruina tan absoluta que, con la excepción de unos cilindros y unos tubos metálicos retorcidos, no quedaba ni el menor vestigio de la maquinaria que tan cara le había costado a nuestro infortunado amigo. Se descubrieron grandes cantidades de níquel y estaño en un edificio exterior, pero no se encontraron monedas, lo que tal vez explicara la presencia de aquellas voluminosas cajas que ya han sido citadas.


De cómo había sido trasladado nuestro ingeniero especializado en hidráulica desde el jardín hasta el lugar donde volvió en si, tal vez se hubiera mantenido como un misterio para siempre a no ser por el blando musgo que nos contó una versión bien sencilla. Era evidente que lo habían transportado dos personas, una de las cuales tenía unos pies notablemente pequeños y la otra unos pies extraordinariamente grandes. En resumidas cuentas, era lo más probable que el silencioso inglés, menos osado o menos sanguinario que su compañero, hubiera ayudado a la mujer a transportar al
hombre inconsciente hasta un lugar menos comprometido para ellos.
–Bien –dijo nuestro ingeniero con una sonrisa forzada, al ocupar nuestros asientos para regresar a Londres–, ¡yo sí que he hecho un buen negocio! He perdido mi dedo pulgar y también unos honorarios de cincuenta guineas. ¿Y qué he ganado?
–Experiencia –repuso Holmes, riéndose–. Indirectamente, sepa que puede resultarle valiosa. Le basta con traducirla en palabras para conseguir la reputación de ser un excelente conversador durante el resto de su existencia.

 

Fundación Educativa Héctor A. García