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L  a  G r a n  E n c ic l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

El hombre del labio retorcido

Continuación...

Nos habíamos detenido frente a una gran mansión con terreno propio. Un mozo de cuadras había corrido a hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí a Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa. Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia apareció en el marco, vestida con una especie de mousseline––de––soie, con apliques de gasa rosa y esponjosa en el cuello y los puños.
Permaneció inmóvil, con su silueta recortada contra la luz, una mano apoyada en la puerta, la otra a medio alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado, adelantando la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era la estampa viviente misma de la incertidumbre.
––¿Y bien? ––gimió––. ¿Qué hay?
Y entonces, viendo que éramos dos, soltó un grito de esperanza que se transformó en un gemido al ver que mi compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.
––¿No hay buenas noticias?
––No hay ninguna noticia.
––¿Tampoco malas?
––Tampoco.
––Demos gracias a Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado después de tan larga jornada.
––Le presento a mi amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en varios de mis casos y, por una afortunada casualidad, he podido traérmelo e incorporarlo a esta investigación.
––Encantada de conocerlo ––dijo ella, estrechándome calurosamente la mano––. Estoy segura que sabrá disculpar las deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la desgracia tan repentina que nos ha ocurrido.
––Querida señora ––dije––. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuenta de que huelgan las disculpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar de alguna ayuda para usted o para mi compañero aquí presente.
––Y ahora, señor Sherlock Holmes ––dijo la señora mientras entrábamos en un comedor bien iluminado, en cuya mesa estaba servida una comida fría––, me gustaría hacerle un par de preguntas francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente francas.
––Desde luego, señora.
––No se preocupe por mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos.
Simplemente, quiero conocer su auténtica opinión.
––¿Sobre qué punto?
––En el fondo de su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo?
Sherlock Holmes pareció incómodo ante la pregunta. ––¡Francamente! ––repitió ella, de pie sobre la alfombra y mirándolo fijamente desde lo alto, mientras Holmes se retrepaba en un sillón de mimbre.
––Pues, francamente, señora: no.
––¿Cree usted que ha muerto?
––Sí.
––¿Asesinado?
––No puedo asegurarlo. Es posible.
––¿Y qué día murió?
––El lunes.
––Entonces, señor Holmes, ¿tendría usted la bondad de explicar cómo es posible que haya recibido hoy esta carta suya? Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
––¿Qué? ––rugió.
––Sí, hoy mismo ––dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.
––¿Puedo verla?
––Desde luego.
Se la arrebató impulsivamente y, extendiendo la carta sobre la mesa, acercó una lámpara y la examinó con detenimiento. Yo me había levantado de mi silla y miraba por encima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y fecha de aquel mismo día, o más bien del día anterior, pues ya era mucho más de medianoche.
––¡Qué mal escrito! ––murmuró Holmes––. No creo que esta sea la letra de su marido, señora.
––No, pero la de la carta sí que lo es.
––Observo, además, que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la dirección.
––¿Cómo puede saber eso?
––El nombre, como ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto es de un color grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo hubieran escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no habría ninguna letra tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha hecho una pausa antes de escribir la dirección, lo cual sólo puede significar que no le resultaba familiar. Por supuesto, se trata tan sólo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí dentro había algo más!
––Sí, había un anillo. El anillo con su sello.
––¿Y está usted segura de que ésta es la letra de su marido?
––Una de sus letras.
––¿Una?
––Su letra de cuando escribe con prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar de lo cual la conozco bien.

 

«Querida, no te asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometido un terrible error,que quizá tarde algún tiempo en rectificar. Ten paciencia, Neville.»


Escrito a lápiz en la guarda de un libro, formato octavo, sin marca de agua. Echado al correo hoy en Gravesend, por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la solapa la ha pegado, si no me equivoco, una persona que ha estado mascando tabaco.
¿Y usted no tiene ninguna duda de que se trata de la letra de su esposo, señora?
––Ninguna. Esto lo escribió Neville.
––Y lo han echado al correo hoy en Gravesend. Bien, señora St. Clair, las nubes se despejan, aunque no me atrevería a decir que ha pasado el peligro.
––Pero tiene que estar vivo, señor Holmes.
––A menos que se trate de una hábil falsificación para ponernos sobre una pista falsa. Al fin y al cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber quitado.
––¡No, no, es su letra, lo es, lo es, lo es!
––Muy bien. Sin embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse echado al correo hasta hoy.
––Eso es posible.
––De ser así, han podido ocurrir muchas cosas entre tanto. ––Ay, no me desanime usted, señor Holmes. Estoy segura de que se encuentra bien. Existe entre nosotros una comunicación tan intensa que si le hubiera pasado algo malo, yo lo sabría. El mismo día en que le vi por última vez, se cortó en el dormitorio, y yo, que estaba en el comedor, subí corriendo al instante, con la plena seguridad de que algo había ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a semejante trivialidad y, sin embargo, no darme cuenta de que ha muerto?
––He visto demasiado como para no saber que la intuición de una mujer puede resultar más útil que las conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene usted una prueba bien palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su marido está vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone en contacto con usted?
––No tengo ni idea. Es incomprensible.
––¿No comentó nada el lunes antes de marcharse?
––No.
––Y a usted le sorprendió verlo en Swandan Lane.
––Mucho.
––¿Estaba abierta la ventana?
––Sí.
––Entonces, él podía haberla llamado.
––Podía, sí.
––Pero, según tengo entendido, sólo lanzó un grito inarticulado.
––En efecto.
––Que a usted le pareció una llamada de auxilio.
––Sí, porque agitaba las manos.
––Pero podría haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a usted, podría haberle hecho levantar las manos.
––Es posible.
––Y a usted le pareció que tiraban de él desde atrás.
––Como desapareció tan bruscamente...
––Pudo haber saltado hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación.
––No, pero aquel hombre confesó que había estado allí, y el marinero se encontraba al pie de la escalera..
––En efecto. Su esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales?
––Pero sin cuello. Vi perfectamente su cuello desnudo.
––¿Había mencionado alguna vez Swandam Lane?
––Nunca.
––¿Alguna vez dio señales de haber tomado opio?
––Nunca.
––Gracias, señora St. Clair. Estos son los principales detalles que quería tener absolutamente claros. Ahora comeremos un poco y después nos retiraremos, pues mañana es posible que tengamos una jornada muy atareada.

Teníamos a nuestra disposición una habitación amplia y confortable, con dos camas, y no tardé en meterme entre las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de aventuras. Sin embargo, Sherlock Holmes era un hombre que cuando tenía en la cabeza un problema sin
resolver, podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir, dándole vueltas, reordenando los datos, considerándolos desde todos los puntos de vista, hasta que lograba resolverlo o se convencía de que los datos eran insuficientes. Pronto me resultó evidente que se estaba preparando para pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso una amplia bata azul y empezó a vagar por la habitación, recogiendo almohadas de la cama y cojines del sofá y las butacas. Con ellos construyó una especie de diván oriental, en el que se instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de él una onza de tabaco fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a la luz mortecina de la lámpara, con una vieja pipa de brezo entre los labios, los ojos ausentes, fijos en un ángulo del techo, desprendiendo volutas de humo azulado, callado,inmóvil, con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñas facciones. Así se encontraba cuando me fui a dormir, y así continuaba cuando una súbita exclamación suya me despertó, y vi que la luz del sol ya entraba en el cuarto. La pipa seguía entre sus labios, el humo seguía elevándose en volutas, y una espesa niebla de tabaco llenaba la habitación, pero no quedaba nada del paquete de tabaco que yo había visto la noche anterior.

––¿Está despierto, Watson? ––preguntó.
––Sí.
––¿Listo para una excursión matutina?
––Desde luego.
––Entonces, vístase. Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de cuadras, y pronto tendremos preparado el coche.
Al hablar, se reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre diferente del sombrío pensador de la noche anterior.
Mientras me vestía, eché un vistazo al reloj. No era de extrañar que nadie se hubiera levantado aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas había terminado cuando Holmes regresó para anunciar que el mozo estaba enganchando el caballo.
––Quiero poner a prueba una pequeña hipótesis mía ––dijo, mientras se ponía las botas––.
Creo, Watson, que tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda Europa.
Merezco que me lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me parece que ya tengo la clave del asunto.
––¿Y dónde está? ––pregunté, sonriendo.
––En el cuarto de baño ––respondió––. No, no estoy bromeando ––continuó, al ver mi gesto de incredulidad––. Acabo de estar allí, la he cogido y la tengo dentro de esta maleta Gladstone.
Venga, compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura.

Bajamos lo más rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el caballo ya estaban en la carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando delante. Subimos al
vehículo y salimos disparados por la carretera de Londres. Rodaban por ella algunos carros que llevaban verduras a la capital, pero las hileras de casas de los lados estaban tan silenciosas e inertes como una ciudad de ensueño.
––En ciertos aspectos, ha sido un caso muy curioso ––dijo Holmes, azuzando al caballo para ponerlo al galope––. Confieso que he estado más ciego que un topo, pero más vale aprender tarde que no aprender nunca.
En la ciudad, los más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a la ventana cuando nosotros penetramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por Waterloo Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda velocidad por Wellington Street, para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow Street. Sherlock Holmes era bien conocido por el cuerpo de policía, y los dos agentes de la puerta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas
del caballo, mientras el otro nos hacía entrar.
––¿Quién está de guardia? ––preguntó Holmes.
––El inspector Bradstreet, señor.
––Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? ––un hombre alto y corpulento había surgido por el corredor embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con alamares––. Me gustaría hablar unas palabras con usted, Bradstreet.
––Desde luego, señor Holmes. Pase a mi despacho.
Era un despachito pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un teléfono de pared. El inspector se sentó ante el escritorio.
––¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes?
––Se trata de ese mendigo, el que está acusado de participar en la desaparición del señor Neville St. Clair, de Lee.
 ––Sí. Está detenido mientras prosiguen las investigaciones.
––Eso he oído. ¿Lo tienen aquí?
––En los calabozos.
––¿Está tranquilo?
––No causa problemas. Pero cuidado que es guarro.
––¿Guarro?
––Sí, lo más que hemos conseguido es que se lave las manos, pero la cara la tiene tan negra como un fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse periódicamente en la cárcel, y si usted lo viera, creo que estaría de acuerdo conmigo en que lo necesita.
––Me gustaría muchísimo verlo.
––¿De veras? Pues eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar la maleta.
––No, prefiero llevarla.
––Como quiera. Vengan por aquí, por favor ––nos guió por un pasillo, abrió una puerta con barrotes, bajó una escalera de caracol, y nos introdujo en una galería encalada con una hilera de puertas a cada lado.
––La tercera de la derecha es la suya ––dijo el inspector––. ¡Aquí está! ––abrió sin hacer ruido un ventanuco en la parte superior de la puerta y miró al interior––. Está dormido ––dijo––.
Podrán verle perfectamente.

Los dos aplicamos nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro vuelto hacia nosotros, sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente. Era un hombre de estatura mediana, vestido toscamente, como correspondía a su oficio, con una camisa de colores que asomaba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como el inspector había dicho, estaba sucísimo, pero la porquería que cubría su rostro no lograba ocultar su repulsiva fealdad.
El ancho costurón de una vieja cicatriz le recorría la cara desde el ojo a la barbilla, y al
contraerse había tirado del labio superior dejando al descubierto tres dientes en una perpetua mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le caían sobre los ojos yla frente.
––Una preciosidad, ¿no les parece? ––dijo el inspector.
––Desde luego, necesita un lavado ––contestó Holmes––. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me tomé la libertad de traer el instrumental necesario ––mientras hablaba, abrió la maleta Gladstone y, ante mi asombro, sacó de ella una enorme esponja de baño.
––¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido ––rió el inspector.
––Ahora, si tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no
tardaremos en hacerle adoptar un aspecto mucho más respetable.
––Caramba, ¿por qué no? ––dijo el inspector––. Es un descrédito para los calabozos de Bow Street, ¿no les parece?
Introdujo la llave en la cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la celda. El durmiente se dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó hacia el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el rostro del preso.
––Permítame que les presente ––exclamó–– al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent. Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo semejante. El rostro del hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció su repugnante color pardusco.
Desapareció también la horrible cicatriz que lo cruzaba, y lo mismo el labio retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se desprendieron de un tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el camastro, un hombre pálido, de expresión triste y aspecto refinado, pelo negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro soñoliento. De pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se dejó caer, hundiendo el rostro en la almohada.
––¡Por todos los santos! ––exclamó el inspector––. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco por las fotografías!
El preso se volvió con el aire indiferente de quien se abandona en manos del destino.
––De acuerdo ––dijo––. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?
––De la desaparición del señor Neville St.... ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que lo presente como un intento de suicidio! ––dijo el inspector, sonriendo––. Caramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.
––Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y, por lo tanto, mi detención aquí es ilegal.
––No se ha cometido delito alguno, pero sí un tremendo error ––dijo Holmes––. Más le habría valido confiar en su mujer.
––No era por ella, era por los niños ––gimió el detenido––. ¡Dios mío, no quería que se
avergonzaran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?
Sherlock Holmes se sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
––Si deja usted que los tribunales esclarezcan el caso ––dijo––, es evidente que no podrá evitar la publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades policiales de que no hay motivos para proceder contra usted, no veo razón para que los detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted declarar para ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal caso, el asunto no tiene por qué llegar a los tribunales.
––¡Que Dios le bendiga! ––exclamó el preso con fervor––. Habría soportado la cárcel, e
incluso la ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón sobre mis hijos.

»Son ustedes los primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela en Chesterfield, donde recibí una excelente educación. De joven viajé por el mundo, trabajé en el teatro y por último me hice reportero en un periódico vespertino de Londres. Un día, el director quería que se hiciera una serie de artículos sobre la mendicidad en la capital, y yo me ofrecí voluntario para hacerlo. Éste fue el punto de partida de mis aventuras. La única manera de obtener datos para mis artículos era practicando como mendigo aficionado. Naturalmente, cuando trabajé como actor había aprendido todos los trucos del maquillaje, y tenía fama en los
camerinos por mi habilidad en la materia. Así que decidí sacar partido de mis conocimientos.
Me pinté la cara y, para ofrecer un aspecto lo más penoso posible, me hice una buena cicatriz y me retorcí un lado del labio con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con una peluca roja y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi papel durante siete horas y cuando volví a casa por la noche descubrí, con gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis chelines y cuatro peniques.

»Escribí mis artículos y no volví a pensar en el asunto hasta que, algún tiempo después, avalé una letra de un amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por valor de veinticinco libras. Me volví loco intentando reunir el dinero y de repente se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis jefes y me dediqué a pedir limosna en la City, disfrazado. En diez días había reunido el dinero y pagado la deuda.

»Pues bien, se imaginarán lo dificil que me resultó someterme de nuevo a un trabajo fatigoso por dos libras a la semana, sabiendo que podía ganar esa cantidad en un día con sólo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar sentado. Hubo una larga lucha entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero, dejé el periodismo y me fui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón del principio, inspirando lástima con mi espantosa cara y llenándome los bolsillos de monedas. Sólo un hombre conocía mi secreto: el propietario de un tugurio de Swandam Lane donde tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana como un mendigo mugriento, y por la tarde me transformaba en un caballero elegante, vestido a la última. Este individuo, un antiguo marinero, recibía una magnífica paga por sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto estaba seguro en sus manos.

»Muy pronto me encontré con que estaba ahorrando sumas considerables de dinero. No pretendo decir que cualquier mendigo que ande por las calles de Londres pueda ganar setecientas libras al año ––que es menos de lo que yo ganaba por término medio––, pero yo contaba con importantes ventajas en mi habilidad para la caracterización y también en mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui perfeccionando con la práctica hasta convertirme en un personaje bastante conocido en la City. Todos los días caía sobre mí una lluvia de peniques, con alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me tenía que dar para no sacar por lo menos dos libras.

»A medida que me iba haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una casa en el campo y me casé, sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en realidad. Mi querida esposa sabía que tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba en qué consistía.

»El lunes pasado, había terminado mi jornada y me estaba vistiendo en mi habitación, encima del fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y consternación, a mi esposa parada en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté un grito de sorpresa, levanté los brazos para taparme la cara y corrí en busca de mi confidente, el marinero, instándole a que no permitiese a nadie subir a donde yo estaba. Oí la voz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que no la dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas, me puse las de mendigo y me apliqué el maquillaje y la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa podrían penetrar un disfraz tan perfecto. Pero entonces se me ocurrió que podrían registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la ventana con tal violencia que se me volvió a abrir un corte
que me había hecho por la mañana en mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa de transferir de la bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana y desapareció en las aguas del Támesis. Habría hecho lo mismo con las demás prendas, pero en aquel momento llegaron los policías corriendo por la escalera y a los pocos minutos descubrí, debo confesar que con gran alivio por mi parte, que en lugar de identificarme como el señor Neville St. Clair, se me detenía por su asesinato.

»Creo que no queda nada por explicar. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempo que me fuera posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara. Sabiendo que mi esposa estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al marinero en un momento en que ningún policía me miraba, junto con una notita apresurada, diciéndole que no debía temer nada.
––La nota no llegó a sus manos hasta ayer ––dijo Holmes.
––¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haber pasado!
––La policía ha estado vigilando a ese marinero ––dijo el inspector Bradstreet––, y no me extraña que le haya resultado difícil echar la carta sin que le vieran. Probablemente, se la entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del encargo en varios días.
––Así debió de ser, no me cabe duda ––dijo Holmes, asintiendo––. Pero ¿nunca le han detenido por pedir limosna?
––Muchas veces; pero ¿qué significaba para mí una multa?
––Sin embargo, esto tiene que terminar aquí ––dijo Bradstreet––. Si quiere que la policía eche tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.
––Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un hombre.
––En tal caso, creo que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a toparnos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor Holmes, estamos en deuda con usted por haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómo obtiene esos resultados.
––Éste lo obtuve ––dijo mi amigo–– sentándome sobre cinco almohadas y consumiendo una onza de tabaco. Creo, Watson, que, si nos ponemos en marcha hacia Baker Street, llegaremos a tiempo para el desayuno.

 

 

 

Fundación Educativa Héctor A. García