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O b r a    d i s e ñ a d a   y   c r e a d a   p o r   H é c t o r  A.  G a r c í a

Biografías de escritores puertorriqueños

 

Por: Antonio Gil de La Madrid

 

Abelardo Díaz Alfaro, cuentista El más famoso cuentista criollista que ha producido la literatura puertorriqueña nació en Caguas el 24 de julio de 1919. Estudió el bachillerato en el Instituto Politécnico de San Germán y prosiguió estudios de trabajo social en la Universidad de Puerto Rico. Ejerció esta profesión en varias poblaciones de la Isla y entró en contacto directo con la ruralía puertorriqueña y los problemas de sus habitantes. Desde niño estuvo relacionado con la creación literaria, ya que su padre tuvo a cargo la redacción de la revista Puerto Rico Evangélico. Más adelante, Díaz Alfaro ingresa al servicio del Departamento del Trabajo, en calidad de investigador de leyes de menores y, en 1947, publica su primera colección de cuentos y estampas de la zona rural que titula Terrazo, obra que destacó a su autor como un consagrado narrador. Luego publica Mi isla soñada (1967), una colección de libretos radiofónicos que dio a conocer en la Emisora del gobierno WIPR, que fue premiada por la Sociedad de Periodistas Universitarios de Río Piedras. Sus colaboraciones han aparecido en Puerto Rico Evangélico, Alma Latina, La Democracia de Nueva York, El Mundo, la Revista del Instituto de Cultura y otras.

En 1997 Abelardo Díaz Alfaro obtiene el Galardón al Mérito Intelectual del Premio Nacional de Cultura que otorga cada cinco años el Instituto de Cultura Puertorriqueña. Esta prestigiosa distinción la compartió con Myrna Báez, Justino Díaz, José "Pepito" Figueroa y Raúl García Rinaldi.

Muere en Guaynabo el 22 de julio de 1999. Sus restos se transportaron ?tal como él lo había pedido? en una carreta tirada de bueyes, simbolizando así su querido "Josco". El cortejo fúnebre, que partió desde el Instituto de Cultura, se dirigió al camposanto del Viejo San Juan, en donde reposa. Su despedida se convirtió en un acontecimiento histórico-cultural.

Por Abelardo Diaz Alfaro

SOMBRA IMBORRABLE DEL JOSCO sobre la loma que domina el valle del Toa. La cabeza erguida, las aspas filosas estoqueando el capote en sangre de un atardecer luminoso. Aindiado, moreno, la carrilluda en sombras, el andar lento y rítmico. La baba gelatinosa le caía de los belfos negros y gomosos, dejando en el verde enjoyado estela plateada de caracol. Era hosco por el color y por su carácter reconcentrado, huraño, fobioso, de peleador incansable. Cuando sobre el lomo negro del cerro Farallón las estrellas clavaban sus banderillas de luz, lo veía descender la loma, majestuoso, doblar la recia cerviz, resoplar su aliento de toro macho sobre la tierra virgen y tirar un mugido largo y potente para las rejoyas del San Lorenzo.

--Toro macho, padrote como ése, denguno; no nació pa yugo- me decía el jincho Marcelo, quien una noche negra y hosca le parteó a la luz temblona de un jacho. Lo había criado y lo quería como a un hijo. Su único hijo.

Hombre solitario, hecho a la reyerta de la alborada, veía en aquel toro la encarnación de algo de su hombría, de su descontento, de su espíritu recio y primitivo. Y toro y hombre se fundían en un mismo paisaje y en un mismo dolor.

No había toro de las fincas lindantes que cruzase la guardarraya, que el Josco no le grabase en rojo sobre el costado, de una cornada certera, su rúbrica de toro padrote.

Cuando el cuerno plateado de la luna rasgaba el telón en sombras de la noche, oí al tío Leopo decir al jincho:

--Marcelo, mañana me traes el toro americano que le compré a los Velilla para padrote; lo quiero para el cruce; hay que mejorar la crianza.

Y vi al jincho luchar en su mente estrecha, recia y primitiva con una idea demasiado sangrante, demasiado dolorosa para ser realidad. Y tras una corta pausa musitó débilmente; como si la voz se le quebrase en suspiros:

--Don Leopo, ¿y qué jacemos con el Josco?
--Pues lo enyugaremos para arrastre de caña, la zafra se mete fuerte este año, y ese toro es duro y resistente.
--Usté dispense, don Leopo, pero ese toro es padrote de nación, es alebrestao, no sirve pa yugo.

Y descendió la escalera de caracol y por la enlunada veredita se hundió en el mar de sombras del cañaveral. Sangrante, como si le hubieran clavado un estoque en mitad del corazón.

Al otro día por el portalón blanco que une los caminos de las fincas lindantes, vi al jincho traer atado a una soga un enorme toro blanco. Los cuernos cortos, la poderosa testa mapeada en sepia. La dilatada y espaciosa nariz taladrada por una argolla de hierro. El jincho venía como empujado, lentamente, como con ganas de nunca llegar, por la veredita de los guayabales.

Y de súbito se oyó un mugido potente y agudo por las mayas de la colindancia de los Cocos, que hizo retumbar las rejoyas del San Lorenzo y los riscos del Farallón. Un relámpago cárdeno de alegría iluminó la faz macilenta del jincho.

Era el grito de guerra del Josco, el reto para jugarse en puñales de cuernos la supremacía del padronazgo. Empezó a mover la testa en forma pendular. Tiró furiosas cornadas al suelo, trayéndose en el filo de las astas tierra y pasto. Alucinado, lanzó cabezadas frontales al aire, como luchando con una sombra.

El jincho en la loma, junto a la casa, aguantó al toro blanco. El Josco ensayó un tranco ligero, hasta penetrar en la veredita. Se detuvo un momento. Remolineó ágil y comenzó a estoquear los pequeños guayabos que bordean la veredita. La testa coronada se le enguirnaldó de ramas, flores silvestres y bejucales.

Venía lento, taimado, con un bramar repetido y monótono. Alargaba la cabeza, y el bramar culminaba en un mugido largo y de clarinada. Raspó la tierra con las bifurcadas pezuñas hasta levantar al cielo polvaredas de oro. Avanzó un poco. Luego quedó inmóvil, hierático, tenso. En los belfos negros y gomosos la baba se le espumaba en burbujas de plata. Así permaneció un rato. Dobló la cerviz, el hocico pegado al ras del suelo, resoplando violentamente, como husmeando una huella misteriosa.

En la vieja casona la gente se fue asomando al balcón. Los agregados salían de sus bohíos. Los chiquillos de vientres abultados perforaban el aire con sus chillidos:

--El Josco pelea con el americano de los Velilla.

En el redondel de los cerros circunvecinos las voces se hicieron ecos.

Los chiquillos azuzaban al Josco. --Dale, Josco, que tú le puedes.

El Josco seguía avanzando, la cabeza baja, el andar lento y grave. Y el jincho no pudo contenerse y soltó el toro blanco. Este se cuadró receloso, empezó a escarbar la tierra con las anchas pezuñas y lanzó un bronco mugido.

Jey... Jey... Oiseee... Josco-gritaba la peonada.
--Palante, mi Josco- vibró el jincho.

Y se oyó el seco y violento chocar de las cornamentas. Acreció el grito ensordecedor de la peonada. --Dale, jey. . . Josco.

Las cabezas pegadas, los ojos negros y refulgentes inyectados de sangre, los belfos dilatados, las pezuñas firmemente adheridas a la tierra, las patas traseras abiertas, los rabos leoninos erguidos, la trabazón rebullente de los músculos ondulando sobre las carnes macisas.

Colisión de fuerzas que por lo potentes se inmovilizaban. Ninguno cejaba; parecían como estampados en la fiesta de colores del paisaje.

La baba se espesaba. Los belfos ardorosos resonaban como fuelles.

Separaron súbitamente las cornamentas y empezaron a tirarse cornadas ladeadas, tratando de herirse en las frentes. Los cuernos sonaban como repiquetear de castañuelas. Y volvieron a unir las testas florecidas de puñales.

Un agregado exclamó:
--El blanco es más grande y tiene más arrobas.

Y el jincho con rabia le ripostó:
--Pero el Josco tiene más maña y más cría.

El toro blanco, haciendo un supremo esfuerzo, se retiró un poco y avanzó egregio, imprimiéndole a la escultura imponente de su cuerpo toda la fuerza de sus arrobas. Y se vio al Josco recular arrollado por aquella avalancha incontenible.

--Aguante mi Josco- gritaba desesperado el jincho.
--No joya; usté eh de raza.

El Josco hincaba las patas traseras en la tierra buscando un apoyo para resistir, pero el blanco lo arrastraba. Dobló los corvejones tratando de detener el empuje, se irguió nuevamente y "rebuleó" rápido hacia atrás amortiguando la embestida del blanco.

--Lo ve; es mah grande- añadió con pena un agregado.
--Pero no juye- le escupió el jincho.

Y las patas traseras del Josco toparon con una eminencia en el terreno, la cual le servió de sostén. Afirmado, sesgó a un lado, zafando el cuerpo a la embestida del blanco, que se perdió en el vacío. A éste faltó el equilibrio, y el Josco, aprovechándose del desbalance del contrario, volteó rápido y le asestó una cornada certera, trazándole en rojo sobre el albo costado una grieta de sangre. El blanco lanzó un bufido quejumbroso, huyendo despavorido entre la algarabía jubilosa del peonaje. El jincho vibrante de emoción gritaba a voz en cuello:

--Toro jaiba, toro mañoso, toro de cría.

Y el Josco alargó el cuerpo estilizado, levantó la testa triunfal, las astas filosas doradas de sol, apuñaleando el mantón azul de un cielo sin nubes.

El blanco siempre se quedó de padrote. Orondo se paseaba por el cercao de las vacas.

Al Josco trataton de uncirlo al yugo con un buey viejo que lo amaestrara, pero se revolvió violento poniendo peligro la vida del peonaje. Andaba mohino, huraño, y se le escuchaba bramar quejoso, como agobiado por una pena conmensurable.

Tranqueaba hacia el cercao de los bueyes de arrastres, de cogotes pelados y de pastar apacibles. Levantando la cabeza sobre la alambrada, dejaba escapar un triste mugido. Se veía buey rabisero, buey soroco, buey manco, buey toruno, castrao.

Aquel atardecer lo contemplé al trasluz de un crepúsculo tinto en sangre de toros, sobre la loma verdeante que domina el valle del Toa. No tenía la arrogancia de antes, no levantaba al cielo airosamente la testa coronada; lo veía desfalleciente como estrujado por una inmensa congoja. Babeó un rato, alargó la cabeza y suspendió un débil mugido, descendió la loma y su sombra se fundió en el misterio de una noche sin estrellas.

A eso de la media noche me pareció escuchar un mugir dolorido. El sueño se hizo sobre mis párpados.

Al otro día el Josco no aparecía. Se le buscó por todas las lindancias. No podía haberse pasado a las otras fincas, no había boquetes en los mayales, ni en las alambradas de las guardarrayas. El Jincho iba y venía desesperado. El tío Leopo apuntó:

--Tal vez se fué por el camino del Farallón a las malojillas del río.

El Jincho hacia allá se encaminó. Regresó decepcionado. Luego se dirigió hacia una rejoya entre árboles en la colindancia de los Cocos, donde el Josco solía sestear. Lo vimos levantar la manos y con la voz transida de angustia gritó:

--Don Leopo, aquí está el Josco. Corrimos presurosos donde el Jincho estaba, la cabeza baja, los ojos turbios de lágrimas. Señaló hacia un declive entre raíces, bejucales y flores silvestres. Y vimos al Josco inerte, las patas traseras abiertas y rígidas; la cabeza sepultada bajo el peso del cuerpo musculoso.

Y el Jincho con la voz temblorosa y llena de reconvenciones exclamó:

--Mi pobre Josco, se esnucó de rabia. Don Leopo se lo dije. Ese toro era padrote de nación; no nació pa yugo".

 

Santa Cló va a la Cuchilla

Por Abelardo Diaz Alfaro

- Tremolando sobre una bambúa señalaba la escuelita de Peyo Mercé. La escuelita tenía dos salones separados por un largo tabique. En uno de esos salones enseñaba ahora un nuevo maestro: Mister Johnny Rosas.

Desde el lamentable incidente en que Peyo Mercé lo hizo quedar mal ante Mr. Juan Gymns, el supervisor creyó prudente nombrar otro maestro para el barrio La Cuchilla que enseñara a Peyo los nuevos métodos pedagógicos y llevara la luz del progreso al barrio en sombras.

Llamó a su oficina al joven y aprovechado maestro Johnny Rosas, recién graduado y que había pasado su temporadita en los Estados Unidos, y solemnemente le dijo:

"Oye, Johnny, te voy a mandar al barrio La Cuchilla para que lleves lo ultimo que aprendiste en pedagogía. Ese Peyo no sabe ni jota de eso; está como cuarenta años atrasado en esa materia. Trata de cambiar las costumbres y, sobre todo, debes enseñar mucho ingles, mucho inglés."

...Y el supervisor Johnny Rosas sacó al maestro Peyo Mercé de su ensoñación con estas palabras:

"Este año hará su debut en La Cuchilla Santa Claus. Eso de los Reyes está pasando de moda. Eso ya no se ve mucho por San Juan. Eso pertenece al pasado. Invitaré a Mr. Rogelio Escalera para la fiesta; eso le halagará mucho." Peyo se rascó la cabeza, y sin apasionamiento respondió:

"Allá tu como Juana con sus pollos. Yo como soy jíbaro y de aquí no he salido, eso de los Reyes lo llevo en el alma. Es que nosotros los jíbaros sabemos oler las cosas como olemos el bacalao."

Y se dio Johnny a preparar mediante unos proyectos el camino para la "Gala Premiere" de Santa Claus en La Cuchilla. Johnny mostró a sus discípulos una lámina en que aparecía Santa Claus deslizándose en un trineo tirado por unos renos. Y Peyo, que a la sazón se había detenido en el umbral de la puerta que dividía los salones, a su vez se imaginó otro cuadro: un jibaro jincho y viejo montado en una yagua arrastrada por unos cabros.

Y mister Rosas preguntó a los jibaritos: "¿Quién es este personaje?" Y Benito, "avispao" y "maleto" como el solo, le respondió: "Mistel, ese es año viejo colorao."

Y Johnny Rosas se admiró de la ignorancia de aquellos muchachitos y a la vez se indignó por el descuido de Peyo Mercé.

Llegó la noche de la Navidad. Se invitó a los padres del barrio.

Peyo en su salón hizo una fiestecita típica que quedó la mar de lucida. Unos jibaritos cantaban coplas y aguinaldos con acompañamiento de tiples y cuatros Y para finalizar aparecían los Reyes Magos, mientras el viejo trovador Simón versaba sobre "Ellos van y vienen, y nosotros no." Repartió arroz con dulce y bombones, y los muchachitos se intercambiaron "engañitos".

Y Peyo indicó a sus muchachos que pasarían al salón de Mr. Johnny Rosas, que les tenía una sorpresa, y hasta había invitado al supervisor Mr. Rogelio Escalera.

En medio del salón se veía un arbolito artificial de Navidad. De estante a estante colgaban unos cordones rojos. De las paredes pendían coronitas de hojas verdes y en el centro un fruto encarnado. En letras cubiertas de nieve se podía leer: "Merry Christmas". Todo estaba cubierto de escarcha.

Los compadres miraban atónitos todo aquello que no habían visto antes. Mister Rogelio Escalera se veía muy complacido.

Unos niños subieron a la improvisada plataforma y formaron un acróstico con el nombre de Santa Claus. Uno relató la vida de Noel y un coro de niños entonó "Jingle Bells", haciendo sonar unas campanitas. Y los padres se miraban unos a otros asombrados. Mister Rosas se ausentó un momento. Y el supervisor Rogelio Escalera habló a los padres y niños felicitando al barrio por tan bella fiestecita y por tener un maestro tan activo y progresista como lo era Mister Rosas.

Y Mister Escalera requirió de los concurrentes el más profundo silencio, porque pronto les iba a presentar a un extraño y misterioso personaje. Un corito inmediatamente rompió a cantar:

Santa Claus viene ya ... ¡Qué lento caminar! Tic, tac, tic, tac.

Y de pronto surgió en el umbral de la puerta la rojiblanca figura de Santa Claus con un enorme saco a cuestas, diciendo en voz cavernoso: "Here is Santa, Merry Christmas to you, all!"

Un grito de terror hizo estremecer el salón. Unos campesinos se tiraban por las ventanas, los niños más pequeños empezaron a llorar y se pegaban a las faldas de las comadres, que corrían en desbandada. Todos buscaban un medio de escape. Y Mister Rosas corrió tras ellos, para explicarles que él era quien se había vestido de tan extraña forma; pero entonces aumentaba el griterío y se hacía más agudo el pánico. Una vieja se persignó y dijo: "¡Conjurao sea! Si es el mesmo demonio jablando en americano!"

El supervisor hacía inúltiles esfuerzos por detener a la gente y clamaba desaforadamente: "No corran; no sean puertorriqueños batatitas. Santa Claus es un hombre humano y bueno."

A lo lejos se escuchaba el griterío de la gente en desbandada. Y mister Escalera, viendo que Peyo Mercé había permanecido indiferente y hiératico, vació todo su rencor en él y le increpó a voz en cuello: "Usted, Peyo Mercé, tiene la culpa de que en pleno siglo veinte se den en este barrio esas salvajadas."

Y Peyo, sin inmutarse, le contestó: "Mister Escalera, yo no tengo la culpa de que ese santito no esté en el santoral puertorriqueño."

 

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