L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

 

 

CAPITULO XXX

El Hombre que Calculaba narra una leyenda. El tigre sugiere la división de “tres” entre “tres”. El chacal indica la división de “tres” entre “dos”. Cómo se calcula el cociente en la Matemática del más fuerte. El jeque el gorro verde elogia a Beremiz.

—“¡En nombre de Allah, Clemente y Misericordioso!”

El león, el tigre y el chacal abandonaron cierta vez la cueva sombría en que vivían y salieron en peregrinación amistosa a vagabundear por el mundo, a la busca de alguna región rica en rebaños de tiernas ovejas.

En medio de la gran selva, el temible león que dirigía, como es lógico el grupo, se sentó fatigado sobre las patas traseras y alzando la enorme cabeza soltó un rugido tan fuerte que hizo temblar los árboles más próximos.

El tigre y el chacal se miraron asustados. Aquel rugido amenazador con que el peligroso monarca turbaba el silencio del bosque, quería decir, traducido lacónicamente, en un lenguaje al alcance de los otros animales, lo siguiente.

Tengo hambre.

—¡Tu impaciencia es perfectamente justificable! observó el chacal dirigiéndose humildemente al león. Te aseguro, sin embargo, que en esta selva hay un atajo misterioso que ninguna fiera conoce y por el que podremos llegar fácilmente a un pequeño poblado, casi en ruinas, donde hay caza abundante al alcance de las garras y sin el menor peligro…

—¡Vamos, chacal!, ordenó el león. ¡Quiero conocer ese adorable rincón del mundo!

Al anochecer, guiados por el chacal, llegaron los viajeros a lo alto de un monte, no muy alto, desde cuya cima se divisaba una amplia planicie verdeante.

En medio de la llanura se hallaban descuidados, ajenos al peligro que los amenazaba, tres pacíficos animales: una oveja, un cerdo y un conejo.

Al ver la presa fácil y segura, el león sacudió su abundante melena con un movimiento de patente satisfacción, y con ojos brillantes de guía se volvió hacia el tigre y dijo en tono aparentemente amistoso:

—¡Oh tigre admirable! Veo allí tres bellos y sabrosos bocados; una oveja, un cerdo y un conejo. Tú, que eres listo y experto, has de dividirlos entre tres. Haz, pues, esa operación con justicia y equidad: divide fraternalmente las tres presas entre tres cazadores…

Lisonjeado por semejante invitación, el vanidoso tigre, después de expresar con aullidos de falsa modestia su incompetencia y su humildad, respondió:

—La división que generosamente acabas de proponer, ¡oh rey! es muy sencilla y se puede hacer con relativa facilidad. La oveja, que es el bocado mayor y el más sabroso también, es capaz de saciar el hambre de una banda entera de leones del desierto. Pues bien: te corresponde, ¡oh rey!. Es tuya, absolutamente tuya. Y aquel cerdito, flaco, sucio y triste que no vale una pata de oveja bien cebada, quedará para mí, que soy modesto y con bien poco me contento. Y finalmente, aquel minúsculo y despreciable conejo de reducidas carnes, indigno del paladar mimado de un rey, le corresponderá a nuestro compañero el chacal, como recompensa por la valiosa indicación que nos proporcionó hace poco.

—¡Estúpido! ¡Egoísta! Rugió el pavoroso león con furia indescriptible. ¿Quién te ha enseñado a hacer divisiones como ésta? ¡Eres un imbécil! ¿Dónde se ha visto una división de tres entre tres resuelta de este modo?

Y levantando su zarpa la descargó en la cabeza del inadvertido tigre que cayó muerto a pocos pasos de distancia.

Luego, volviéndose hacia el chacal, que había asistido horrorizado a aquella trágica división de tres entre tres, habló así:

—¡Querido chacal! Siempre he tenido el más elevado concepto de tu inteligencia. Sé que eres el más ingenioso y hábil animal de la selva y no conozco otro que sepa resolver con tanta habilidad los más difíciles problemas. Te encargo pues de hacer esta división, tan sencilla y trivial, que el estúpido tigre, como acabas de ver, no supo hacer satisfactoriamente. Estás viendo, amigo chacal, esos tres apetitosos animales: la oveja, el cerdo y el conejo. Nosotros somos dos, y los bocados a repartir son tres. Pues bien: vas a dividir tres entre dos. Vamos: ¡Haz los cálculos, pues quiero saber lo que me corresponde exactamente…!

—¡No paso de humilde y rudo siervo de Su Majestad!, gimió el chacal en tono de humildísimo respeto. Tengo, pues, que obedecer ciegamente la orden que acabo de recibir. Como si fuera un sabio geómetra, voy a dividir por dos aquellos tres animales. ¡Se trata de una sencilla división de tres entre dos!

Una división matemáticamente justa y cierta es la siguiente: La admirable oveja, manjar digno de un soberano, corresponde a tus reales caninos, pues es indiscutible que eres el rey de los animales. El hermoso cerdito, cuyos armoniosos gruñidos se oyen desde aquí, corresponde también a tu real paladar, pues dicen los entendidos que la carne de cerdo da más fuerza y energía a los leones. Y el saltarín conejo, con sus largas orejas, debe ser también para ti, que lo saborearás como postre, ya que a los reyes, por ley tradicional entre los pueblos, les corresponde siempre, como complemento de los opíparos banquetes, los manjares más finos y delicados.

—¡Oh incomparable chacal!, exclamó el león encantado con la división que acababa de oír. ¡Qué armoniosas y sabias son siempre tus palabras! ¿Quién te enseñó ese artificio maravilloso de dividir con tanta perfección y acierto tres entre dos?

—Lo que tu justicia acaba de hacerle al tigre hace un momento por no hacer sabido dividir con habilidad tres entre dos cuando uno de esos dos es un león y el otro un chacal. En la Matemática del más fuerte, digo yo, el cociente es siempre exacto y al más débil, después de la división, solo le debe quedar el resto.

Y desde aquel día, sugiriendo siempre divisiones de aquel tipo, inspiradas en la más torpe bajeza, juzgó el ambicioso chacal que podría vivir tranquilo su vida de parásito, regalándose con las sobras que dejaba el sanguinario león.

Pero se equivocó.

Pasadas dos o tres semanas, el león, irritado, hambriento, desconfió del servilismo del chacal y acabó matándolo como al tigre.

Y la moraleja es que siempre la verdad debe ser dicha, una y mil veces:

“¡El castigo de Dios está más cerca del pecador de lo que están los párpados de los ojos!

He aquí, ¡oh justicioso ulema!, concluyó Beremiz, narrada con la mayor sencillez, una fábula en la que hay dos divisiones. La primera fue una división de tres entre tres, planteada, pero no efectuada. La segunda fue una división de tres entre dos, efectuada sin resto.

Oídas estas palabras del calculista se hizo un profundo silencio. Aguardaban todos con vivo interés la apreciación, o mejor, la sentencia del severo ulema.

El jeque Hacif Rahal, después de ajustarse nerviosamente su gorro verde y pasarse la mano por la barba, pronunció con cierta amargura su sentencia:

—La fábula narrada se ajustó perfectamente a las exigencias por mí formuladas. Confieso que no la conocía y, a mí ver, es de las más felices. El famoso Esopo, el griego, no la haría mejor. Y ese es mi parecer. Allah es sin embargo más sabio y más justo.

La narración de Beremiz, aprobada por el jeque del gorro verde, agradó a todos los visires y nobles musulmanes. El príncipe Cluzir Schá, huésped del rey, declaró en voz alta dirigiéndose a todos los presentes:

—La fábula que acabamos de oír encierra una lección moral. Los viles aduladores que se arrastran en las cortes, en la alfombra de los poderosos pueden, al principio, lograr algún provecho de su servilismo, pero al fin son siempre castigados, pues el castigo de Dios está siempre muy cerca del pecador. La contaré a mis amigos y colaboradores cuando vuelva a mis tierras de Lahore.

El soberano árabe calificó de maravillosa la narración de Beremiz. Y dijo, además, que aquella singular división de tres entre tres debería ser conservada en los archivos del Califato, pues la narración de Beremiz, por su elevada finalidad moral, merecía ser escrita con letras de oro en las alas transparentes de una mariposa blanca del Cáucaso.

Seguidamente tomó la palabra el sexto ulema.

Era éste cordobés. Había vivido quince años en España y había huido de allá al caer en desgracia ante su soberano. Era hombre de mediana edad, rostro redondo, fisonomía franca y risueña. Decían sus admiradores que era muy hábil en escribir versos humorísticos y sátiras contra los tiranos. Durante seis años había trabajado en el Yemen como simple mutavif.

—¡Emir del Mundo!, comenzó el cordobés dirigiéndose al Califa. Acabo de oír con verdadera satisfacción la admirable fábula denominada la división de tres entre dos. Esta narración encierra a mí ver grandes enseñanzas y profundas verdades. Verdades claras como la luz del sol en la hora del adduhhr. Me veo forzado a confesar que los preceptos maravillosos toman forma viva cuando son presentados en forma de historias o de fábulas. Conozco una leyenda que no contiene divisiones, cuadrados ni fracciones, pero que encierra un problema de Lógica cuya solución solo es posible mediante el raciocinio puramente matemático. Narrada en forma de leyenda, veremos cómo resolverá el eximio Calculador el problema en ella contenido.

Y el sabio cordobés contó lo siguiente:

 

 

 

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