L  a  G r a n  E n c i c l o p e d i a   I l u s t r a d a  d e l   P r o y e c t o  S a l ó n  H o g a r

 

 

 

CAPITULO XXXI

El sabio cordobés narra una leyenda. Los tres novios de Dahizé. El problema de “los cinco discos”. Cómo Beremiz reprodujo el raciocinio de un novio inteligente.

—“Maçudó, el famoso historiador árabe, en los veintidós volúmenes de su obra, habla de los siete mares, de los grandes ríos, de los elefantes célebres, de los astros, de las montañas, de los diferente reyes de la China y de otras mil cosas, y no hace la menor referencia al nombre de Dahizé, hija única del rey Cassim “el indeciso”. No importa. A pesar de todo, Dahizé no quedará olvidada, pues en los manuscritos árabes se encuentran más de cuatrocientos mil versos en los que centenares de poetas alaban y exaltan los encantos de la famosa princesa. La tinta gastada para describir la belleza de los ojos de Dahizé, daría, transformada en aceite, el suficiente para iluminar la ciudad de El Cairo durante medio siglo sin interrupción.

¡Qué exagerado!, diréis.

¡No admito eso de exagerado, hermanos árabes! ¡La exageración es una forma de mentira!

Pasemos sin embargo al caso que narraba.

Cuando Dahizé cumplió dieciocho años y veintisiete días, fue pedida en matrimonio por tres príncipes cuyos nombres ha perpetuado la tradición: Aradin, Benefir y Comozán.

El rey Cassim estaba indeciso. ¿Cómo elegir entre los tres ricos pretendientes aquél que debería ser el novio de su hija? Hecha la elección, se presentaría la siguiente consecuencia fatal: Él, el rey, ganaría un yerno, pero en cambio los otros dos pretendientes despechados se convertirían en rencorosos enemigos. ¡Pésimo negocio para un monarca sensato y cauteloso, que sólo deseaba vivir en paz con su pueblo y sus vecinos!

La princesa Dahizé, consultada, declaró que se casaría con el más inteligente de sus tres pretendientes.

La decisión de la joven fu recibida con gran contento por el rey Cassim. El caso, que parecía tan delicado, presentaba una solución muy simple. El soberano árabe mandó llamar a los cinco sabios más sabios de la corte y les dijo que sometieran a los tres príncipes a un riguroso examen.

¿Cuál de los tres sería el más inteligente?

Terminadas las pruebas, los sabios presentaron al soberano un minucioso informe. Los tres príncipes eran inteligentísimos. Conocían además profundamente las Matemáticas, la Literatura, la Astronomía y la Física. Resolvían complicados problemas de ajedrez; cuestiones sutilísimas de Geometría, enigmas enrevesados y escritos cifrados.

—Nos vemos mañana, declaraban los sabios, de llegar a un resultado definitivo a favor de uno u otro…

Ante el lamentable fracaso de la ciencia, resolvió el rey consultar a un derviche que tenía fama de conocer la magia y los secretos del ocultismo.

El sabio derviche se dirigió al rey:

—Sólo conozco un medio que nos permita determinar quién es el más inteligente de los tres. ¡La prueba de los cinco discos!

—Hagamos, pues esas pruebas, exclamó el rey.

Los tres príncipes fueron conducidos al palacio. El derviche, mostrándoles cinco discos de madera muy fina, les dijo:

—Aquí hay cinco discos. Dos de ellos son negros y tres blancos. Todos son del mismo tamaño y de idéntico peso, y solo se distinguen por el color.

Acto seguido, un paje vendó cuidadosamente los ojos de los tres príncipes, de modo que no podían ver ni la menor sombra.

El viejo derviche tomó entonces al azar tres de los cinco discos y colgó uno a la espalda de cada uno de los pretendientes.

Dijo luego el derviche:

—Cada uno de vosotros lleva colgado a su espalda un disco cuyo color ignora. Serés interrogados uno tras otro. El que descubra el color del disco que le cayó en suerte, será declarado vencedor y se casará con la bella Dahizé. El primer interrogado podrá ver los discos de los otros dos competidores. El segundo podrá ver el disco del último. Y éste tendrá que formular su respuesta sin ver nada. El que dé la respuesta cierta, para probar que no fue favorecido por el azar, tendrá que justificarla por medio de un razonamiento riguroso, metódico y simple. ¿Quién desea ser el primero?

Respondió prontamente el príncipe Comozán:

—¡Yo quiero ser el primero!

El paje le quitó la venda de los ojos, y el príncipe Comozán pudo ver el color de los discos que pendían de la espalda de sus rivales.

Interrogado en secreto por el derviche, su respuesta fue errada. Declarado vencido tuvo que retirarse del salón. Comozán había visto los dos discos de sus rivales y había errado al decir de qué color era el suyo.

El rey anunció en voz alta para que se enteraran los otros dos:

—¡El príncipe Comozán ha fracasado!

—¡Quiero ser el segundo!, declaró el príncipe Benefir.

Descubiertos sus ojos, el segundo príncipe vio el color del disco que llevaba a cuestas su competidor. Se acercó al derviche y formuló en secreto su respuesta.

El derviche sacudió negativamente su cabeza. El segundo príncipe se había equivocado, y fue invitado a abandonar inmediatamente el salón.

Solo quedaba el tercer competidor, el príncipe Aradin.

Este, cuando el rey anunció la derrota del segundo pretendiente, se acercó al trono con los ojos aún vendados y dijo en voz alta cuál era el color exacto de su disco.

Concluida la narración, el sabio cordobés se volvió hacia Beremiz y le dijo:

—El príncipe Aradin, para formular la respuesta, realizó un razonamiento riguroso y perfecto que le llevó a resolver con absoluta seguridad el problema de los cinco discos y conquistar la mano de la hermosa Dahizé.

Deseo pues saber:

1.           ¿Cuál fue la respuesta de Aradin?

2.           ¿cómo descubrió con la precisión de un geómetra el color de su disco?

Beremiz, con la cabeza baja, reflexionó unos instantes. Luego, alzando el rostro, discurrió sobre el caso con seguridad y desembarazo. Y dijo:

—El príncipe Aradin, héroe de la curiosa leyenda que acabamos de oír, respondió al rey Cassim padre de su amada:

¡El disco es blanco!

Y al proferir tal afirmación, tenía la certeza lógica de que estaba diciendo la verdad.

¡El disco es blanco!

¿Cuál fue, pues, el razonamiento que le hizo llegar a esta conclusión?

El razonamiento del príncipe Aradin fue el siguiente:

“El primer pretendiente, Comozán, antes de responder vio los dos discos de sus dos rivales. Vio los “dos” discos y equivocó la respuesta.

Conviene insistir: De los cinco discos —“tres” blancos y “dos” negros— Comozán vio dos y, al responder se equivocó.

¿Por qué se equivocó?

Se equivocó porque respondió en la inseguridad:

Pero si hubiera visto en sus rivales “dos discos negros” no se habría equivocado, no hubiese dudado, y habría dicho al rey:

Veo que mis dos rivales llevan discos negros, y como solo hay dos discos negros, el mio forzosamente ha de ser blanco.

Y con esta respuesta hubiera sido declarado vencedor.

Pero Comozán, el primer enamorado, se equivocó. Luego los discos que vio “no eran ambos negos”.

Pero sí esos dos discos vistos por Comozán no eran ambos negros, cabían dos posibilidades:

Primera: Comozán vio que los dos discos eran blancos.

Segunda: Comozán vio un disco negro y otro blanco.

De acuerdo con la primera hipótesis —reflexionó Aradin— mi disco “era blanco”.

Queda por analizar la segunda hipótesis:

Vamos a suponer que Comozán vio un disco negro y otro blanco.

¿Quién tendría el disco negro?

Si el disco negro lo tuviera yo —razonó Aradin— el segundo pretendiente habría acertado.

En efecto, el segundo pretendiente de la princesa haría razonado así:

Veo que el tercer competidor lleva un disco negro; si el mío fuera también negro, el primer candidado —Comozán—, al ver los dos discos negros no se habría equivocado. Luego, si se equivocó —concluiría el segundo candidato—, mi disco “es blanco”.

¿Pero qué ocurrió?

El segundo pretendiente también se equivocó. Quedó en la duda. Y quedó en la duda por haber visto en mí —reflexionó Aradin— no un disco negro, sino un disco blanco.

Conclusión de Aradin:

—De acuerdo con la segunda hipótesis, mi disco también es blanco.

Ese fue concluyó Beremiz, el razonamiento de Aradin, para resolver con toda seguridad el problema de los cinco discos, y por eso pudo afirmar: “Mi disco es blanco” .

El sabio cordobés tomó entonces la palabra y se dirigió al Califa con expresión admirada diciendo que la solución dada por Beremiz al problema de los cinco discos había sido completa y brillantísima.

El razonamiento formulado con sencillez y claridad, era impecable para el más exigente geómetra.

Aseguró aún el cordobés que las personas allí presentes habían sin duda comprendido en su totalidad el problema de los cinco discos y que serían capaces de repetirlo más tarde en cualquier albergue de caravanas del desierto.

Un jeque yemenita que se hallaba frente a mí sentado en un cojín rojo, hombre moreno, malcarado, cubierto de joyas, murmuró a un amigo, oficial de la corte, que se hallaba a su lado:

—¿Oyes, capitán, Sayeg? Afirma ese cordobés que todos hemos entendido esa historia del disco blanco y del disco negro. Mucho lo dudo. Por mi parte confieso que no entendí palabra…

Y añadió: —Solo a un derviche cretino se le ocurriría colocar discos blancos y negros en las espaldas de los tres pretendientes. ¿No crees? ¿No sería más práctico promover una carrera de camellos en el desierto? El vencedor sería escogido entonces y todo acabaría perfectamente sin complicaciones ¿no crees?

El capitán Saveg no respondió. Parecía no prestar la menor atención a aquel yemenita de pocas luces que quería resolver un problema sentimental con una carrera de camellos por el desierto.

El Califa, con aire afable y distinguido, declaró a Beremiz vencedor de la sexta y penúltima prueba del concurso.

¿Tendría nuestro amigo el calculador el éxito que esperábamos en la prueba séptima y final? ¿La coronaría con la misma brillantez?

¡Solo Allah sabe la verdad!

Pero al fin, las cosas parecían correr a medida de nuestros deseos.

 

 

 

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